Incluso, existe la certeza de que, inicialmente, todo el desierto de Nevada era una sola fotografía lisa y brillante, de colores intensos, que fue devorada por sus coyotes, que lograron ese color plateado en los ojos, pero fueron condenados a deambular solos y hambrientos por esta tierra sucia y polvorienta, una acumulación de su propio excremento producido de la digestión de aquella fotografía.
Sueño de Nocilla, Agustín Fernández Mallo
No hay tanto arraigo en portugués. El arraigado no es frecuente o no lo recuerdo bien para afirmarlo. Tal vez por no usarlo en la boca ni en el brazo yo no lo sepa a ciencia cierta, de la misma manera en que quien nunca llevó de los labios al paladar la pulpa del copoazú no puede conocer la acidez que la lengua alcanza cuando se enfrenta a ese resaltado sabor. Arraigo podría ser un cactus enterrado para siempre en el desierto de las fotografías de las familias llenas de moho, de fragmentos producidos por los lobos, ingerido y aumentado por las proteínas que producen, durante el día, los ojos plateados de los coyotes y éstos, a su vez, podrían ser los misterios del arraigo de la noche.
O el arraigo puede estar en la planta que se cae por la ausencia de sol en los departamentos demasiado juntos de São Paulo y puede ser una raíz que se infiltró en otro vaso y no retrocedió.
Cierro el cuaderno que hace que huya el pensamiento y me abandonen las ideas, como tilapias. Veo bien su cubierta, el cuaderno es pequeño y del puesto maya de la Feria de Guadalajara. El fondo es color magenta diluido. Paso el dedo por encima del grabado incrustado. Hay una pequeña colina de donde sale un tronco del cual emergen ramas y, de éstas, hojas, sólo que las hojas en realidad son ojos. A su vez, éstos producen ojos y muestran otros ojos que hace poco eran hojas, y debajo del monte también percibo una semilla. Una sola semilla que igualmente ve.
Hace unos días recibí en el correo una bolsa pequeña de café. Un amigo se encontró con un periodista anarquista de Ámsterdam. El paquete es dorado y tiene un dibujo: una cara con una bandana que cubre la boca, que tiene trenzas y ojos mayas. El nombre del café es Rebeldía. Y cuando estuve en Oventic, donde hay un caracol y una base del gobierno zapatista, los ojos encima de las bandanas eran parientes de la semilla de la cubierta del cuaderno y de la niña con trenzas del paquete. El ojo que saltaba de la antimáscara era un palíndromo o rostro ya formado en la palabra. La jota era una nariz delicada o pipa que cuelga de una boca que prefiere no hablar.
Era 2011 y quería saber más acerca de los zapatistas. Un amigo que se llama Diego de La Vega me dijo que bueno, que me llevaba. Era un día escocés con lluvia fina, una montaña fría, la vía alrededor de ésta como una navaja para pelar naranjas y las nubes a los lados engordando cuando succionan para dentro mi estómago. Sólo cuando cerré bien los ojos logré terminar el viaje.
Un taxi compartido con tres hombres más. Perdí los paisajes de ovejas y árboles, Diego me contó después. Son cuarenta y ocho pesos por los dos y el carro nos deja frente al portón, que aparece y desaparece dependiendo del espesor de la niebla. Una tienda más estrecha en el frente. No quería tener el rostro amarillo delante de las autoridades. Caminé hasta la entrada, pregunté si tenían Coca-Cola, tomé cuatro sorbos al apuro. Saqué con la uña la etiqueta de la botella de 600 ml, sin saber en realidad por qué lo hice. Un joven coreano gritaba desde afuera del portón: ¿Alguien habla español, por favor, alguien habla español? Caminamos hasta donde él estaba y tradujimos el cuestionario leído por un niño, ese menor de edad con máscara de esquí, que tenía doce o trece años. Se pedía edad, estado civil, empleo, país de origen, lo que usted quisiera y el pasaporte, por favor. Turismo, el coreano dijo, y mostró el documento. La mano regresó a donde estaba la billetera, los pantalones anchos. Pasaron diez minutos y un enmascarado más viejo llevó al joven coreano hacia dentro. El mismo cuestionario fue repetido a Diego y a mí y traté de explicar mi investigación de teatro y el niño me preguntó: ¿Usted quiere hablar con alguien de aquí? Solamente si fuera posible, digo. Pero ¿usted va a hablar con alguien de aquí? Solamente si fuera posible, repito. Pero ¿usted va a hablar con alguien de aquí? No supe nunca más de qué hablaba, ni Diego tampoco. Al unísono dijimos solamente que no. Una parte de mí se imaginó un día en que la idea práctica de un territorio independiente sería, en gran medida, ficticio.
La misma parte, finalmente, pensó que el desempeño zapatista burbujea la ficción de los Estados, un coyote se come las fotos, crea un desierto. Y ve de color plateado el espectro de la micronación. Otros veinte minutos de espera en el portón y la coca-cola enterrada bien en el fondo de la mochila. Salió el niño coreano, con un rostro de alguien que no vio mucho o no entendió. Nosotros entramos. Supuse que el hombre de la máscara de esquí tenía sesenta años por los caminos en la piel que los orificios no cubrían. Nos llevó mucho después a la escuela, donde los niños estudian todos los días en los salones limpios y llenos de libros. En seguida nos mostró un mural de una mazorca de maíz. En cada grano había un par de ojos que brotaba de la máscara negra. Debajo de la figura estaba escrito que eran hombres y mujeres de maíz. Pasamos por el hospital donde el hombre explicó que aquí se cura todo, mientras leía en las paredes las palabras en letras grandes y rojas: autónomos, rebeldes e independientes.
La gira concluyó en la cooperativa de mujeres, solamente mujeres, donde compré pulseras y monederos. Después nos invitaron a salir. Un taxi con dos hombres pasó cerca y mientras descendíamos por la montaña escuchamos Radio Insurgente y me preparé para entender lo que decía el comandante. No recuerdo ninguna palabra, nauseada pedí después que pararan. En la guía del camino con ovejas tomé la ccoca-cola caliente y Diego miró hacia algo alejado. Traté de reponerme de mi estómago débil y recordé que había pensado que me hubiera gustado tener, ya que fui hasta allá, un encuentro con más fuerza y humanismo con la estética política que más admiro y, por suerte, ésta no fue la impresión que permaneció. Tarde o temprano se aprende que fuerza y humanismo pueden ser el alambre recocido, la cuña o la tabla del muro que oculta el conocimiento. Y sin averiguar más acerca de los zapatistas, regresé a San Cristóbal, al DF, a Río de Janeiro, al sofá con dos puestos de mi madre.
Cierro otra vez el cuaderno, la cubierta. Cuento: una semilla germinó, veintiocho ojos. Hay una etiqueta colgante, hecha por manos mayas y una lista con los materiales utilizados en la creación: claveles, pensamientos, liquen, musgo, majagua, caña de azúcar, rastrojo de milpa, pelos de elote, conchas de coco, fibra de maguey, cepa de plátano, hinojo, papiro y bambú. No sé lo que es majagua, milpa ni hinojo. Pueden ser de pureza o de mito. Tendría el arraigo la discreción de las raíces giratorias o la hipnosis de ojos sin bocas. Sería el desarraigo nacer en una ciudad y nunca más vivir en ésta o la inhabilidad inquieta con las plantas. De todos modos, es una materia que vive en la rebeldía, en las fotografías, en el desierto.

SOBRE LA AUTORA
Carol Rodrigues
BRASIL
Con un novela en el horno mientras desarrolla su pasión por los cuentos, esta brasileña (Rio de Janeiro, 1985) formada en el mundo de la imagen y el sonido y a la que también atrae la dramaturgia, es también partidaria de buscar el talento no ya en los escritores, sino “en los grandes lectores, los verdaderamente engajados con la palabra, y estos y estas se encuentran en las grandes y pequeñas editoriales, en los premios…, pero también en hospitales, sanatorios, construcciones, haciendas, escuelas… Donde hay un buen lector hay buena literatura para ser descubierta”.