No hay comienzo ni final, no hay Ley, no hay ninguna
manera de ganar o perder. Lo sabemos. Es nuestra historia.
Maurice Blanchot
Aquí radico: aquí. En este preciso momento. En este lugar. En esta página blanca. O más bien en este Word 2007. En esta laptop. En este escritorio. Mi base. Mi escritorio portátil. Aquí debo comenzar. Desde estas primeras palabras. Desde este primer parpadeo. A cualquier hora. En cualquier fecha. Éste es el lugar. El mío. El tuyo. El nuestro. Éste es nuestro lugar. Éste, nuestro proyecto. Lejos de la especificidad, cerca de la conciencia de escritura. Sin jamás precisar lo nuevo. Sin volver a radicar. Sin especificar qué escribo. Sin adscripciones. Presentar la historia. Estar en la historia. O en la fábula. Perder de una vez por todas toda noción ajena a la escritura. Al acto de escribir y reflexionar sobre lo que escribo. Comencemos de nuevo. Equivoqué mi comienzo. ¿Invoco a Antonin Artaud? Bien podríamos empezar de nuevo. O iniciar. Así nomás. Sin una noción después del parpadeo. Todo un problema del pensamiento. O de la prosa. Hay que continuar.
Es decir, he comprendido que mi vida era la vida que vivió una parte de mí mezclándose con todo. Vivió mezclándose con todo. Mejor desisto. No, mejor me alejo. Sí. Ya aquí, comenzar de nuevo. Aquí debo empezar. En este instante. En un lugar cualquiera, que sea lugar. Aún por descubrirse, habiendo sido ya. En un soporte cualquiera donde pueda escribirse. O documentar lo que hago. Oral o escrito. Es lo mismo. Pero comenzar. Podría grabar en mi Sony Ericsson algunas frases que luego podré hilvanar. Estas frases podrían constituirse en piezas. O podrían olvidarse. Olvidarse y buscar otras frases. Veamos. Melodiosas. O reflexivas. Veamos. Y ese discurso podría nuevamente olvidarse. Por muchos motivos. Se me ocurre uno: la memoria podría mal funcionarme y autoformatearse, quedando mi voz secuestrada en no sé qué mundo digital. Así podría perderse la voz. Un ser humano así podría perder la voz. Un artista así podría perder la voz. O como el Windows, infecto de virus y spyware, de él todo desaparece. Y todo aquello que has escrito se diluye. El Office desaparece. Es comido. Y lo que escribiste es olvidado. Así se pierde la escritura. Así pueden perderse también las ganas de escribir. Puede perderse todo. La voz. Los archivos y las imágenes. Sobre todo, las ganas. Así perdí la voz y perdí las ganas de escribir. Así perdí todo. Mi vida interior y mis proyectos. Y así perderé mi vida nueva. Y tendré que perseguir vidas ajenas. Buscarlas. Inventarlas. Suplantarlas. O simplemente vivir.
Se llama Picnic y ahora es mi hogar. Desde antes de que sale el sol los estudiantes caminan a sus clases. No tengo dónde vivir. Pero un amigo me da posada. Procuro conseguir al menos 50.00 lempiras para pasar el día.
A las 4 de la mañana es la hora indicada para observar cómo entran y salen soledades. Señores de sesenta a ochenta años que entran por un octavo de guaro. Cada quien más solo que yo. Y yo, probablemente, más solo.
Siempre los primeros días son difíciles. Pedí posada a distintos amigos. Algunos me albergaron y pasado un breve tiempo me corrían. Era más que evidente mi inutilidad. Pero yo me preguntaba, ¿qué corrían ellos de sus casas? ¿En realidad a quién corrían? Cada posada suponía un contrato tácito: a cambio de posada me convertían en su criado. Era el tributo a su generosidad. Les cocinaba de día y de noche y lavaba sus platos. El país que debió ser para mí, no lo es. ¿Me voy? ¿Me iré?
Me mudé de ciudad. Imaginé que tendría una vida más plena que la anterior. Caminé inimaginables distancias por buscar un lugar que me acogiera. Pero no siempre fue así. No siempre lo fue. Al mudarme, renté un humilde apartamento, húmedo. Me aconsejaron sellar las paredes con polvo de cerámica, pero el color del moho nada más cambió a un blanco en constante humectación. Me fui a vivir allí por sus hermosas terrazas, pese a la habitación. Pienso que vine huyendo de mí. Huyendo de mi nombre. Pero como decía Cărtărescu, esto me resultó fatal porque la escritura no va habitualmente de la mano de la riqueza ni de la felicidad.
Cuando me mudé de la capital a otro país pensé que mi vida también mejoraría y no fue así. Viajé a El Salvador. Allí viví poco más de un mes. Apareció la estabilidad emocional y formé parte de una familia. Por fin tendría una familia. Ella era poeta, soltera y con dos hijos. Yo, algo más que un mendigo, aparentemente. No sabría decir por qué me hospedó mi amiga ni cómo terminé de regreso en mi país, así como no recuerdo cómo malgasté en dos meses el dinero para un año. Recuerdo el desamparo. En otros momentos, recuerdo tomar mis únicos ejemplares de libros y cambiarlos por cervezas. Me despojé de mí porque mi vida comenzaba a desvalorarse. Aunque buscara trabajo, no podría conseguirlo; aunque lo consiguiera, no podría conservarlo; y de conservarlo, sería por un breve lapso.
Mientras recuerdo el fracaso de mis planes lidio con el gato negro de dos meses que juega conmigo. A veces, cuando recuerdo, él es mi único compañero. Brinca del sofá a la mesa. Se recuesta a mi lado. Ambos no podemos dormir. En la casa vecina se oyen ruidos de cadenas y me las adjudico. Son los únicos momentos cuando aquí radico. En este lugar. La página blanca no es más página blanca. O sigue siendo blanca. Comencemos de nuevo. En este escritorio. Desde estas palabras. En este lugar que es tuyo y mío y también nuestro. Donde pueden presentarse muchas historias y confabularse y donde también es posible perder la voz. Es decir, he comprendido que mi vida era la vida que vivió una parte de mí mezclándose con todo. Deshaciéndose de todo. De las ganas. De la voz y los archivos. Como quien pierde una vida nueva. O una ajena. Subsistir. Inventar. Suplantar. Vivir. Y todo aquello que he escrito se diluye. El Office desaparece. Es comido. Y lo que escribiste (escribí) es olvidado.
Así se pierde la escritura. Así pueden perderse también las ganas de escribir. Puede perderse todo. La voz. Los archivos. Las imágenes. Sobre todo las ganas. Así perdí la voz y perdí el deseo de escribir. Así perdí la cordura. Así lo perdí todo. Mis proyectos. Mi vida anterior. Y así perderé mi vida nueva. Y tendré que perseguir vidas ajenas. Buscarlas. Inventarlas. Suplantarlas. O simplemente vivir. Renegar de la escritura. De los gustos y modas y del arte. Es simple: mejor vivir. Para perder una vida o una voz, mejor vivir. Para perder la vida, mejor beber. Y aquí estamos nuevamente. En el mismo dilema. O en la misma certeza. En la misma corteza de la escritura. Aquí debo comenzar. Aquí empieza la escritura. Éste es el lugar. Ésta podría ser la historia (véase texto narrativo). Ésta podría ser la fábula (sintonícese con Esopo). Ésta podría ser la fábula (repítase, incansablemente). Ésta. Ésta. Ésta. Ésta podría ser. Podría ser. Podría ser. Podría ser la fábula (confróntese con las teorías narratológicas). Pero repítase. Puede repetirse el error. Errar es de sabios. O podrían repetirse los sabios. Enlabiarse es de sabios. Enrielarse en el ego. El ego que también podría perderse. U olvidarse. O destruirse. Autodestruirse es de mitos. De genios. De vagos. De quien pague el precio de automutilarse. De innombrarse. Impostar al innombrable o a los personajes de Beckett. O reflejarse personalmente en personaje. Acreditarse un falso estigma. Un falso rostro. Pero enrostrarse. Siempre enrostrarse. Y a partir de allí, desenmascararse. Arrancarse el rostro. O la máscara. O ambas. O arrancarme nada más los ojos. O el rostro. O la máscara. Y escribir desde aquí. Con otras manos. Con otros tonos. En nombre de todos. Solemne. Aburrido. Ah, e impersonal. Buscar la tercera persona, como lo hiciera Cabrera Infante. Buscar esa tercera persona por séptima vez para olvidarla. Para perderla. Para destruirla y convertirla en mí mismo. En una primera persona. De caché. Primera persona de moda. Porque está de moda narrar en primera persona. (¿Notan cómo se sustituye una fábula por una narración?). Habla. Habla. Aun definiendo la argamasa. ¿Aún? Sí, aún. ¿Y la estructura? Un poeta juró que hay libros sin estructuras. Insensato. Bohemio. O borracho. Un poeta afectado. ¿Hubo ofendidos? Unos cuantos. ¿Los invitados? Sí, con ellos podríamos comenzar. Pase adelante, Enzensberger, que aún estamos definiendo la argamasa de su estructura. Las vigas. El material. La mano de obra barata, sudaca, ya está trabajando. Eso es muy bueno escucharlo. La mano de obra tercermundista lo invita a pasar a la entrada. Al comienzo. Al inicio. Siglo xxi. Siglo xxi sudaca. Siglo xxi en el país más violento del ombligo de América. (Sí, debía salírseme lo cursi). Siglo xxi en la tercera ciudad más violenta del mundo. A un año del fin del mundo. A muchos siglos de los anteriores fines de mundo. Los religiosos. Las cruzadas. La edad media. Hoy los mayas. Según nuestro segundo invitado: la guerra nuclear. Bien, Derrida, pase adelante. Está cordialmente invitado por ser fan de Artaud. Tome asiento. Aunque podría no hacerlo. No se acomode tanto. Aún no hemos comenzado. Éste es el año de Cioran. Hay que celebrarlo. Pero, primero a atender a los invitados. ¡Oh! Deleuze, amigo Deleuze, ayer conversé con un amigo que me reprochó no haberte estudiado. Él hablaba de desmontar o deconstruir. Defendía a un poeta chileno actual que está en coma. Me dijo que el lenguaje se deconstruye y yo me espanté. No quise saber más al respecto. Pero insistió y me dijo que el lenguaje además de deconstruirse debe quedarse así, deconstruido. Una verdadera obra de arte es la deconstrucción. Me asusté más aún. Y debí decirle que un artista deconstruye el lenguaje o una obra para volver a montarlo y mostrarlo al mundo. No se debe deconstruir así por así, a lo loco. Y peor dejar la obra de arte informe. Y me asusté de lo que dije y pronto decidí olvidarlo. Olvido por elección. Olvido, asimismo, por la extinción de mis neuronas. Guerra de neuronas. Como habitante de la tercera ciudad más violenta del mundo, por qué no pensar que mis neuronas viven dentro de la cabeza más violenta y autodestructiva del mundo. Paciencia. Paciencia. Una reconstrucción será. ¿Será? Una reconstrucción que asemejará a un rompecabezas. (¿Arte del puzzle?). ¿Será? Una reconstrucción que asemejará a un rompecabezas, cuyas piezas encajen sin costura. ¿Sin costura? ¿Será?
Si sabías enamorarte, no habría delito en crear. Eso lo aprendimos tanto uno del otro. Durante un año aprendimos a vernos, ¿página blanca, mujer u hombre? A renovarnos. ¿Y quién fue mi eje, siempre viendo adentro de mí, más profundo de lo que otras personas podían verme, mientras yo, tan avergonzado ahora, sabiendo que pude haber correspondido, que había algo en mí y que sabía que podía retribuir y corresponder, no podía, y lo digo aquí, en confianza, porque no sé a quién más decírselo, porque lloro aquí, en confianza, porque no sé adónde más escribirlo…? (Perdón. Algunas veces se me abre el corazón, se me raja, se parte. Lloro. Y lloro como pocas veces pueden ver llorar a un hombre. Cada cerrar de ojos es un hachazo al corazón, es algo extraño, es partir un vacío que no debería doler y que sin embargo duele. No hay nada más doloroso que resquebrajar el vacío propio. Y aunque no lo creo, pago y muero por ser otra persona. No quiero estar aquí. No quiero ser yo. No quiero ser. Sé que no comprenden. O quizá sí. Quizá. Quizá sí.)
Sí, hombre, será una reconstrucción que asemejará a un rompecabezas, cuyas piezas encajen sin costura. (Perec, no sea reservado, salga de ese edificio. Salte. No permita que Graq lo rodee de puertas que se abren y se cierran frenéticamente. Salte. Donde caiga no habrá coordenadas. Puede que un indio lo salude en el nuevo continente). Que pase nuestro tercer invitado: Michaux. (Se esperan aplausos. Nada se oye). Una conciencia será. ¿Será? Sí, una conciencia. ¿No será ni siquiera un libro? Ni siquiera un libro. ¡Dios no lo quiera! ¡Herralde no lo quiera! Será una conciencia, no será siquiera relato o novela o historia o fábula o texto narrativo. Comencemos a poner la primera pieza:
¿Quién soy?
¿De dónde vengo?
Soy Antonin Artaud
Y si lo digo
Como sé decirlo
Inmediatamente
Veréis mi actual cuerpo
Volar en pedazos
Y reunirse bajo
Diez mil notables aspectos
Un nuevo cuerpo
Donde no podréis
Nunca más
Olvidarme.

SOBRE EL AUTOR
Gustavo Campos
HONDURAS
El Salvador, Guatemala, Panamá… y, por supuesto, Honduras. Gustavo Campos (San Pedro Sula, 1984) es un prolífico creador que ha desarrollado gran parte de su experiencia vital en Centroamérica y que por ahora encuentra acomodo en la poesía, la narrativa y el ensayo.