Nunca lo conocí. De él me quedan las escenas que logro imaginar a partir de las cinco cajas de archivo que la viuda me ha dejado. Anécdotas provistas por familiares, ediciones alemanas, inglesas y francesas de sus tres libros, descripciones de amigos que lo visitaron durante el retiro absoluto que marcó sus últimos años, un puñado de amarillentas fotos en las que aparece ya mayor, perdido entre sus fobias, rabiosamente ajeno. Guardo incluso una copia de un ensayo traducido al castellano por un antiguo estudiante suyo. Ese mismo estudiante paraguayo que años más tarde, vuelto profesor, me hablaría de ese hombre con el entusiasmo desmedido de quien cree haber conocido [Símbolo]aunque sólo fuese por un año breve, acotado por los primeros malestares del viejo mentor[Símbolo] a un verdadero genio. Ese mismo antiguo alumno que años más tarde me convencería de viajar hasta los Alpes suizos en busca de los archivos de un antropólogo del que yo ni siquiera había escuchado hablar. No. Nunca conocí a Karl-Heinz von Mühlfeld, pero ahora, inmerso en su archivo, recreo su vida como si de las siluetas de un rompecabezas se tratase; puedo imaginarlo perfectamente, perdido entre los largos pasillos de ese sanatorio caribeño en el que pasaría los últimos diez años de su vida: las manos escondidas tras los guantes blancos que había comenzado a llevar hacía décadas, la mascarilla siempre puesta, las pisadas lentas de quien cree que todo paso más allá es un peligro. Puedo imaginarlo, encorvado sobre su propio cuerpo, tal y como antes se había doblado sobre sus obsesiones, prisionero de las mismas ideas fijas que años antes lo habían llevado a convertirse en un reconocido profesor de antropología. Un hombre que había llevado sus ideas al límite, para luego mirarse un día en el espejo y temblar de espanto.
A imaginar escenas así dedico las horas libres del día. El resto le pertenece al archivo. Es allí donde encuentro los datos que engalanan la biografía que algún día pienso publicar sobre tan excéntrico hombre. Es allí donde encuentro, por ejemplo, lo básico: la fecha de nacimiento, los estudios primarios, las fijaciones de adolescencia, las primeras incursiones en la antropología. Y es desde allí que logro esbozar puntuales oraciones como ésta: «Karl-Heinz von Mühlfeld, defensor de la sociología de masas, nace el 15 de abril de 1932 en un pequeño pueblo a las afueras de München. Veintiséis años más tarde se doctora como antropólogo por la Universidad de París con una tesis titulada, según la traducción que años más tarde propondría un traductor paraguayo, La Imitación y el Contagio: Tesis sobre la Psicología de las Masas Populares, obra marcada por la profunda influencia que el sociólogo francés Gabriel Tarde había dejado sobre el joven antropólogo. Obra cuya tesis principal es tan fácil de resumir como tan difícil de comprobar: en el corazón de la sociología moderna [Símbolo]marcada por el surgimiento del fenómeno de las masas populares[Símbolo] se encuentra el principio de la imitación como contagio. Es decir, el contagio produce cultura. La cultura no es sino contacto e imitación». Escribo cosas así con la única intención de llegar a entender a este hombre cuyas ideas luego llevarían a la demencia. Este hombre que un día decide[Símbolo]luego de años de haber vivido en la tumultuosa selva amazónica, luego de años de haber convivido junto a decenas de tribus amerindias, en el corazón de un mundo natural que no respetaba ley de pureza alguna[Símbolo] regresar a Europa, ponerse guantes blancos y alejarse de la sociedad como buen ermitaño, convencido como estaba de que el mundo era un nudo de impurezas, un enjambre de bacterias flotantes que un día lo llevarían a su propia muerte. Escribo datos aburridos como éstos tratando de entender el momento preciso en el que una idea se convierte en su opuesto. Ese instante atroz y terrible en el que, sin pensarlo, un hombre se convierte en sus miedos.
Entonces vuelvo a imaginarlo en su laberinto caribeño, perdido entre las enfermeras que de seguro lo miraban con extrañeza y compasión, balbuceando en alemán frases que de seguro nadie entendía excepto su enfermera privada, convencido de que nunca antes había sido tan racional como lo era ahora. Busco, en las cinco cajas que la viuda me regaló, la clave que me ayude a entender ese instante preciso en el que Karl-Heinz von Mühlfeld comprende que su cuerpo sería el último refugio posible ante una realidad que lo avasallaba por todas partes.
No encuentro, sin embargo, más que contradicciones. Por ejemplo, acá: una fotografía en blanco y negro que lo ubica, corpulento y elegante, en plena selva, inmerso en cierta aura de aventura. En el reverso de la imagen veo fecha y lugar: Paraguay, Departamento de Sandro Pedro, 1957. Me digo que debe haber sido tomada en uno de esos viajes de campo que el joven antropólogo emprendería durante la segunda parte de los años cincuenta y de cuyas investigaciones se desprendería su segundo libro. Terminada la tesis doctoral, Von Mühlfeld había llegado a obsesionarse con un fenómeno específico. Como quien intenta curarse mediante una poción homeopática, parecía convencido de que la única forma de demostrar sus tesis sobre la cultura del contagio era explorar el fracaso de los proyectos de pureza utópica. Le interesaba estudiar las historias y los fracasos de esas comunas utópicas que, desde mediados hasta finales del pasado siglo, habían llevado a miles de europeos a arriesgar sus vidas en largos viajes a tierras sudamericanas.
Alemán, indudable hijo de la posguerra, creía encontrar allí la expresión más clara y profética de la idea que años más tarde habría de llevar a su país a la ruina: la idea de que la verdadera cultura es siempre producto de la pureza. Le interesaba retratar la historia póstuma, mestiza e impura, ruinosa pero magnífica, de esos pueblos ahora olvidados bajo nombres varios: Topolobampo, Colônia Cecília, Canudos, Nueva Australia, Nueva Germania. Sociedades utópicas de las que, con el paso de los años sólo quedaría, a modo de refutación absoluta de sus bases, el mestizaje bastardo entre Europa y América. En esos pueblos, en los que hombres rubios hablaban guaraní, encontraba la presencia irrefutable de nuevas modalidades de cultura. Pienso en cosas así y me digo que la fotografía debe haber sido tomada por esos años en los que Von Mühlfeld todavía creía en el poder de las ideas, cuando todavía era capaz de hundir las botas en el barro de la selva húmeda sin sentir los escalofríos que más tarde lo llevarían a la soledad y al aislamiento.
Debe de haber sido por esos mismos años que llegó a obsesionarse con una comuna en específico: aquella Nueva Germania que, en un delirio de grandeza aria, convencido de la superioridad de la cultura alemana, Bernhard Förster había decidido fundar en 1886, a orillas del río Aguaray. Como muchos otros, Von Mühlfeld había llegado a interesarse en la historia de Nueva Germania a raíz de una coincidencia biográfica. En aquella alucinante travesía que terminaría por depositar a catorce familias germanas en el corazón de la selva paraguaya, se encontraba una mujer que luego haría historia o, dicho de otro modo, se encargaría de rescribir la historia. Entre las pocas alemanas que completaron el trayecto se encontraba Elisabeth Förster-Nietzsche, hermana de Friedrich Nietzsche y esposa de Bernhard Förster. Apasionado lector de Nietzsche, Von Mühlfeld había llegado a interesarse en la siniestra figura de Elisabeth Förster-Nietzsche luego de leer, en unas de las primeras biografías publicadas en torno al filósofo, sobre el rol central que ella había tenido en la edición y recepción de su obra. Desde muy joven le había fascinando esa escena en la que el filósofo, tras ver cómo un cochero castigaba fuertemente a su caballo, lanza sus brazos sobre el caballo en gesto de compasión y en el acto sufre un colapso mental del que nunca volvería a recuperarse. Le gustaba imaginar aquella triste escena, ocurrida en las calles de Turín, como la síntesis de un pensamiento que llegaba a sus límites y se convertía en otra cosa: en las cartas demenciales que el propio Nietzsche enviaría años más tarde a su amiga Cosima Wagner, en los delirios megalómanos del propio filósofo enfermo, en la triste historia de la asimilación de su pensamiento a la creciente ideología del nazismo. En fin, en todo eso que el pensamiento de Nietzsche se convertiría una vez la viuda Elisabeth Förster-Nietzsche [Símbolo]luego del fracaso de Nueva Germania y el suicidio de su marido[Símbolo] desembarcó de regreso en Alemania, con la convicción puesta en guiar la demencia de su hermano hacia los fangosos terrenos de su propia fantasía.
A Von Mühlfeld le fascinaba imaginar que, desde 1883 hasta el final de esa guerra entre cuyas ruinas había crecido, Nietzsche había sido leído como el filósofo de la Nueva Germania. Explorar el colapso y la supervivencia mestiza de aquel falso diorama perdido en tierras paraguayas era su manera de redimir a uno de sus filósofos favoritos de las garras inmisericordes de su propia hermana. Poco sabía Karl-Heinz von Mühlfeld que las vidas a veces se empeñan en repetirse y que, tal y como el colapso de Nietzsche en Turín repetía una escena soñada en Crimen y castigo, él mismo terminaría sus días en una suerte de manicomio no tan distinto de aquel en el que Nietzsche pasó sus últimos días, perdido entre ideas que se negaban a saludar al mundo.
Ahora que, revisando fragmentos salteados del libro que surgió de todo aquello, vuelvo a leer sus tesis sobre la importancia del contacto corporal y físico sobre la construcción de la cultura, puedo imaginarlo en plena selva paraguaya, consciente de que su viaje repetía, en cierta medida, aquel fatídico viaje de Förster. Lo puedo imaginar, joven y valiente, cruzando a caballo un fangoso riachuelo, convencido de que su extraña pero valerosa repetición terminaría por reescribir como farsa aquello que antes había sido mera tragedia. Para ese entonces, me digo, era incapaz de vislumbrar los peligros que se escondían detrás de su lógica homeopática. Para ese entonces, me repito, no podía ni siquiera vislumbrar la frágil frontera que distingue a la cura del veneno, ni tampoco la frágil frontera que separa la razón de la locura. Lo puedo imaginar perfectamente, durmiendo al aire libre, de cara a los mosquitos y al calor de la tarde, totalmente ignorante de la frontera que acababa de cruzar. Y es que ese libro, que lleva el sugestivo título de Unreinheit des Reinen [Símbolo]traducido por mi mentor paraguayo como La Impureza de lo Puro[Símbolo] está repleto de fronteras: porosas fronteras entre su propia vida y la vida ajena, entre lo puro y lo impuro, entre la ficción que Von Mühlfeld creía vivir y aquella que poco a poco lograba infiltrarse entre tanta teoría abstracta. Quien ha leído La Impureza de lo Puro puede dar testimonio de que no se trata de un libro meramente teórico, sino de un libro en el que su autor se jugaba algo más. Un libro en el que el lector descubre un deseo autobiográfico: narrando el extraño destino de aquella colonia llamada Nueva Germania, Von Mühlfeld busca narrarse a sí mismo. Es un libro, por así decirlo, que admite muchas lecturas. Es un libro sobre aquella colonia utópica, pero es también un libro en el que el autor termina viéndose reflejado en la biografía de otro hombre: Nietzsche. En las anécdotas que cuentan los pocos familiares y amigos que lo vieron durante esa época, la misma imagen se repite: la imagen de un hombre consumido no sólo por sus teorías, sino por el alcance de sus pensamientos. Los que lo vieron durante el proceso de escritura, describen a un hombre cada vez más neurótico, que parecía encerrarse sobre su propio cuerpo con la misma furia con la que batallaba por deshacerse de la herencia atroz que la historia le había dado. Cuentan que viajó a Paraguay tres veces. Cada vez más arisco, más retraído, más ensimismado y lejano. A la tercera regresó más flaco que nunca, vistiendo los guantes blancos que llevaría por el resto de su vida. Dicen que en esa última ocasión, salió pocas veces de su casa, convencido como estaba de que la selva terminaría por infectarlo con algún virus mortal. Esa vez se dedicó simplemente a escribir.
Según leo en las anécdotas archivadas por su ahora difunta esposa, cuentan los que allí estuvieron que fue por esos días cuando paró de relacionarse con los habitantes de la región, con excepción de un indígena de mediana edad que lo ayudaba con los quehaceres y con la comida. Un indígena forastero al que llamaban el Mudo, pues casi no hablaba la lengua local. Dos o tres veces a la semana, por los tres meses que duró esa estadía, el Mudo salía a comprar los vegetales que luego cocinaba para su jefe. Decía poco y contaba menos, solamente lo absolutamente necesario para comunicarse. Luego regresaba de inmediato a la vieja casa donde lo esperaba su patrón. A nosotros, los que no estuvimos allí, nos queda la tarea de imaginar la extraña soledad de lo que allí ocurría a puerta cerrada. A nosotros nos queda la tarea de imaginar al precozmente envejecido antropólogo tecleando en plena selva, los guantes blancos marcando el absurdo de la escena, mientras, a su lado, el Mudo permanecía callado a espera de nuevas órdenes.
Una escena que adquiriría sentido décadas más tarde, cuando bajo el título de El Último Von Mühlfeld publicara su libro final, en cuyas páginas quedaba retratada la triste biografía de aquel solitario indígena y, junto a ella, la verdadera razón de su silencio. Pero eso sería décadas después. Aquel verano de insufrible calor, todos los habitantes vieron otra cosa: una alianza inusual que más de una vez llevó al chisme y al rumor, una alianza entre un hombre que se negaba a comunicarse con el mundo y un hombre que se negaba a tocar al mundo. Vieron lo que luego verían sus amigos de la facultad a su regreso a Europa: vieron cómo Karl-Heinz von Mühlfeld se escondía poco a poco detrás de su propio cuerpo, derrotado por las mismas ideas que en algún momento le habían regalado el mundo. Los viejos amigos, ahora enajenados, que lo vieron partir una tarde de febrero en el barco que lo llevaría de vuelta a Europa, sabían que aquel hombre no regresaría y que si lo hacía, sería irremediablemente otro. No se equivocaban: los guantes blancos que ahora lo caracterizaban eran el primer síntoma de un malestar mayor.
Esos viejos conocidos adivinaban lo que se avecinaba: la forma en la que, a su vuelta a Europa, Von Mühlfeld se escondería detrás de sus fobias y de sus malestares higiénicos. La forma en la que sus ideas, llegando al límite, se volcarían sobre su cuerpo con la furia de la peor venganza. A la historia, sin embargo, le gustan las contradicciones y los enigmas. La publicación, en 1970, de La Impureza de lo Puro, terminaría por consagrarlo como un enigma teórico, mientras en torno a él y sus guantes blancos comenzaban a crecer teorías y conspiraciones. En mucho ayudó su paulatina desaparición de los foros públicos, su progresiva adopción de anonimato y su encierro. Lo que le sigue a esa publicación tan esperada es puro silencio y misterio. Décadas en las que los miembros de la facultad sólo podían adivinar el tema que lo ocupaba, las siluetas de ese libro que se decía el maestro trabajaba en silencio. Sólo a Miguel Ángel Vera, sin embargo, le fue dada la oportunidad de ser testigo del proceso de escritura de aquel enigmático libro. Nunca sabremos qué vio el esotérico antropólogo en la figura raquítica de aquel joven estudiante paraguayo, pero la verdad es que fue a él al único que permitió entrar en la intimidad de su hogar.
Años más tarde, Vera describiría para mí aquella casa con la precisión de un pintor realista: el minimalismo absoluto, la atmósfera de pieza de hotel, la forma en la que tres empleadas parecían limpiar la casa constantemente. Todo era blanco en aquella casa, todo parecía desaparecer detrás de un horizonte pulcro, menos el tablero de ajedrez ubicado en el centro de la sala. Todas las tardes, por los primeros nueve meses de 1971, Miguel Ángel Vera compartió junto al maestro el único pasatiempo que parecía distraerlo de sus ideas fijas y de sus fobias. Todas las tardes, según me contaría años más tarde, Vera se presentaba a las dos en la puerta del maestro. Jugaban tres horas, al cabo de las cuales, con una exactitud que siempre admiró, Von Mühlfeld cantaba el jaque mate, se disculpaba con un gesto excesivamente noble y desaparecía pasillo abajo, tras una serie de puertas que al joven Vera le estaban vedadas. En más de una ocasión, mientras terminaba la copa de vino blanco que siempre le servían, Vera escuchó el rumor de un teclado proveniente de la habitación del maestro e intuyó que detrás de aquellas puertas se gestaba un nuevo libro. No se equivocaba: quince años más tarde, en 1986, diez años antes de su muerte, aparecía publicado, sin anuncio alguno, El Último.
Cuando apareció, muchos creyeron que El Último simplemente retrataba los delirios tardíos de un hombre loco. Otros creyeron que se trataba de un nuevo rumbo en los trabajos de Von Mühlfeld. Sólo los viejos amigos que lo conocían de su época paraguaya pudieron reconocer, en la figura del protagonista, la silueta silenciosa de su antiguo acompañante. Sólo ellos pudieron reconocer, en el taciturno aura de aquel hombre, la silueta del Mudo. Comprendieron entonces su silencio. El Último narra la biografía de un hombre singular: un indígena condenado al silencio por la paulatina desaparición de su propio idioma. A través de una biografía que por momentos toma vuelos teóricos, Von Mühlfeld reflexiona sobre la desaparición de las lenguas autóctonas y sobre la soledad de las culturas indígenas. Como argumentó más de una reseñista, se trata de un libro que parece ir en contra de cada una de las teorías previas de su autor. Si la cultura es contagio, si toda cultura es impura —argumentaron muchos—, no existe entonces tal cosa como la desaparición de una cultura, sino su transmutación. Poco podían importarle al viejo antropólogo tales críticas, inmerso como estaba en su propia reflexión, en un idioma privado que terminaría por llevarlo a la parálisis y a la inacción.
Como a él, poco me importan a mí también tales críticas. Prefiero regresar a ese verano paraguayo e imaginarlos a ambos —el antropólogo y el Mudo— sentados lado a lado, polos opuestos de un mundo en ruinas que se había encargado de exiliarlos. Me gusta imaginar que años más tarde, perdido en un sanatorio caribeño, prisionero de una fobia higiénica que lo llevaría hasta la parálisis, Von Mühlfeld reconocería en el solitario periplo del Mudo un reflejo de su propia travesía. Tal vez entonces comprendió que también él era el último y que su condena era repetir tardíamente, tal vez en clave de farsa, aquella tragedia que un siglo antes había vivido Nietzsche tras caer en las garras de su hermana. Tal vez entonces, Von Mühlfeld comprendió que, como el filósofo, tampoco él estaba a salvo de las garras del nazismo. Poco podía hacer para ese entonces, paralizado como estaba en una silla de cara al Mar Caribe. Nietzsche, repitió entonces, había sido el primero. Tal vez él sería el último.

SOBRE EL AUTOR
Carlos Fonseca
COSTA RICA
Leer es la clave. “El escritor se hace leyendo. La lectura es el único camino hacia la escritura y tal vez su horizonte de sentido. Se escribe, como decía Faulkner, para aprender a leer mejor”.