Enraizgado

FILO DE LA LLATA

La madrugada me cobra la deuda que acumulé durante años, la misma que sigo ignorando a pesar de que mi banco emocional persiste en acosarme con su extorsión tormentosa. Despierto con una fatiga inexplicable. El sudor invade cada parte de mi cara y, empapado, comienzo a creer que la calaca ha decidido visitarme para dirigirme a mi último viaje.

Viaje… Esta palabra mantiene un fuerte gasto en mi rotación corporal. Durante años mantuve el espíritu viajero que invadía mi ser desde que era un adolescente y, francamente, pienso que nunca podré frenar, aunque con esto dé mi vida y salud mental. Es como una droga peregrina. Crucé a lo largo de mi traslado terrestre más de setenta países, encantado, tratando siempre de absorber con ello la esencia de aquellos lugares.

Por desgracia, en este momento me percato de que la felicidad de más de veinte primaveras de éxodo está vaciando toda emoción y recuerdo en mi ser. Esta madrugada, el frío y la soledad son mis únicos sentimientos y compañeros. Trato de recordar, sin éxito, lo que hice ayer, tal vez una semana antes, pero la neblina mental me ciega y no puedo ya ver más allá.

¿Dónde quedaron todos aquellos recuerdos viajeros? Con ellos mis emociones se ausentan para dar paso al derrame de orfandad. Me levanto de mi cama con una fuerza ajena a mi estado físico, y con paso urgido intento abrir mis cajones para ver si en ellos encuentro alguna pista de mis memorias.

Papeles de diferentes texturas y colores están apilados en estos cajones. Olores fétidos me hacen recordar que debo limpiar más seguido este lugar que habito menos tiempo que el que paso en hoteles, techos ajenos y aviones, los cuales me hacen sentir mi verdadera vocación. De entre toda esta pila de elementos inútiles, detecto un álbum de fotos abandonado en el fondo de aquel mueble.

Prendo la luz para poder ver un poco mejor y abro ese viejo álbum verde que desde pequeño llené con memorias de mi pasado. Una foto borrosa de mi nacimiento, y yo con cara inexperimentada en aquella imagen, pienso que no podía entender en aquel momento la vida errante que mi destino, al crecer, preparó para mí.

La puerta se abre al tiempo que veo esta foto, y una voz se escucha arriba de una vela que parece flotar en esta madrugada extraña. El dolor de cabeza no me deja percibir la identidad de aquella persona y sin poder hacer algo más, procedo a desmayarme sin saber nada…

Abro los ojos y un techo extraño se presenta ante mí. La luz, con un brillo entorpecedor, nubla mi vista. La voz de una mujer me pregunta si puedo escucharla. Con un tono tembloroso respondo con sonidos ininteligibles. La sensación orgánica de la tela de las sábanas que me arropan me hace por fin tener un sentimiento diferente. Ya no escucho nada más que el latido de mi corazón y percibo claramente cómo mi sangre circula de manera apresurada. El dolor abandona mi cabeza y, al aclararse mi visión, noto una cara familiar a un costado de aquella mujer.

Es el tío Jacinto. Me hace percatarme de que nos encontramos en su hospital y que el diagnóstico indica que he sufrido de una amnesia sensible leñosa, la misma que causa que mi cuerpo quiera lentamente secarse. Al voltear a mis pies, noto que están metidos en una especie de bolsa de agua gigante. Comienzo a sentir la humedad y el contenido salino de aquella sustancia. Mi pariente continúa explicando que aquella bolsa ayudará a disminuir mis síntomas, aunque eso no será la cura de mi padecimiento.

La tensión muscular y la temperatura fría del cuarto me hacen sentir un escalofrío en la espina dorsal. Sin embargo, me alegra darme cuenta de que puedo sentir algo más que aquella soledad. No tengo hambre ni sueño y las vibraciones abdominales me causan una sensación incómoda.

Desarraigo severo desacomodado. Escucho estas tres palabras una y otra vez en el discurso de mi tío. Él es el médico más importante en Ghana, lugar al que he llamado casa desde hace un par de años. Desarraigo severo desacomodado causado por mi destierro voluntario de mi tierra natal. Él duda mucho de que esta enfermedad pueda ser curada aquí y me sugiere que lo acompañe en su avión privado a nuestro lugar de origen.

Regresar al hogar. Hace más de veinte años que no piso aquella tierra que me vio llegar al mundo. Prometí que algún día volvería, pero no creo que en este estado pueda hacer una aparición propia. Le insisto a mi pariente que es una mala idea, pero él, como sabio médico que es, tiene toda la razón al asegurarme que puedo morir prontamente.

Sin decir otra palabra, con un movimiento de cabeza afirmativo accedo a la recomendación de mi tío. Él se encarga de enviar personas para preparar mi maleta y, debido al costal acuífero en mis pies, me veo en la necesidad de desplazarme en una silla de ruedas proporcionada por el hospital. Una enfermera cuida de mí a lo largo del viaje. Debo confesar que me siento un poco incómodo con esta situación. Mi peso corporal es claramente superior al de la infortunada matrona, y necesitar ayuda para ir al baño me incomoda. A ella no parece preocuparle eso y, al contrario, desprende una sensación de honesta felicidad al saber que me ayuda.

El conflicto corporal y emocional no puede frenarse de otra manera, así que recibo de buena gana el inicio de este nuevo viaje, acompañado de dos compañeros de trayecto. Mi estado emocional se tensa en la aeronave de mi pariente: dejo de notar el paso del tiempo, los campos magnéticos a mi alrededor, la posición de mis extremidades y el movimiento exterior. Mi determinación de viajar se convierte en temor. Antes de esto, la alegría de subir a un avión era lo más importante para mí. Sin embargo, ahora el balance emocional se inclina al desasosiego; los efectos de viajar por un problema médico no han sido del todo asimilados.

La luz de abrocharse el cinturón parpadea encima de mí, y la ayuda de la enfermera Margarita incrementa mi inquietud ante el trayecto que está por comenzar. ¿Qué será lo que mi fortuna me depara? ¿La atracción a mi lugar de origen ha desaparecido durante estos años?

Mi imaginación se inclina por el pesimismo que mezclado con esta enfermedad corporal hacen que mi vinculación a mi hogar pasado sea imprecisa. No puedo confiar en mi estado de ánimo, así que trato de ignorar los trucos que mi cabeza crea y decido entregarme a la sensación acelerada al compás del latido de mi corazón que, emocionado, anuncia que la idea de regresar a mi patria me causa una taquicardia apasionada que hace años no experimentaba.

Al salir del avión y ver los primeros rayos de sol, aprecio que la mañana apenas comienza. Noto la saliva pastosa por estar durante horas en aquel avión y mis pies comienzan a sentirse muy arrugados por todo el tiempo que han estado sumergidos en aquella bolsa llena de agua. Es increíble pensar en el tiempo que he tardado en venir de vuelta a mi hogar; el calor de estas tierras es similar al de Ghana, aunque, eso sí, un poco menos seco.

Después de pasar una hora burocrática, en la cual el agente aduanero pregunta con desánimo la razón de mi visita, al igual que la explicación de mi macuto líquido que sirve de pedestal a mi ser, me dirijo al fin a la salida del aeropuerto. Una camioneta especial para transportar la silla de ruedas nos espera afuera. Mi tío me dice que no hay tiempo que perder y que haremos una serie de paradas para curar mi padecimiento. Pero primero iremos a mi viejo hogar, donde mi prima Cleta nos espera.

Yo me siento cansado del viaje. Contemplo afuera de la ventana un lugar que ya no reconozco del todo. Es como vivir la experiencia de conocer de nuevo un sitio que te era antes familiar pero que, al igual que yo, ha crecido para transmutar en otra entidad. La realidad causa que mi dolor se aplaque. El tiempo que transcurre y el espacio en el que estoy se sienten inesperadamente placenteros. Es fácil concluir que el latido de mi corazón y mi composición celular están ligados a este lugar; la profundidad de mi inclinación a este espacio lentamente regresa, aunque debo confesar que la intuición me traiciona.

Un impulso que evalúa mi estado físico trastorna mi opinión acerca de mi retorno. Nadie me ha recibido en el aeropuerto, nadie realmente esperaba que regresara. Los años que dejé en el olvido el lugar me hacen percibir, con desánimo, la indiferencia de mi tierra. Quién sabe, quizá aquel espacio también tenga un tipo de amnesia, quizá selectiva en su caso, de aquellos que, con su indiferencia, la olvidan.

Cierro los ojos y trato de recordar cómo eran estos caminos antes. El trastorno que tengo me impide evocar aquellos olores, sonidos, colores, sensaciones…

Los intentos de recapitular mis memorias son imprevistamente frenados al escuchar la voz de mi cuidadora; me informa que hemos llegado a nuestro primer destino. De súbito, abro los ojos para presenciar la casa que me vio nacer.

Su deteriorado aspecto es aterrador. El color nuevo y el olor a pintura fresca son remplazados por un olor húmedo y fétido que me recuerda a un pantano. Hay excrementos de murciélago por todos lados y mi sensación orgánica se ha tornado nauseabunda. El dolor de cabeza anterior regresa con una fuerza brutal; una precoz sensación de invidencia ataca mi sentido visual. Una lluvia de recuerdos comienza a ocupar todo pensamiento.

Visiones de mi madre viéndome nacer, abrazándome y dándome afecto maternal; mi padre prendiendo la chimenea para calentar la sala; el perro Harrison jugando con su pelota al pie del sillón; mis juguetes de madera; el ritmo de música jazz y mi madre bailando al compás de una trompeta conmigo en brazos. Cientos de imágenes, que al parecer mi subconsciente conservaba, retornan a mi entendimiento con una tormenta de imágenes cerebrales. El dolor despiadado y mi conciencia me traicionan con un impulso emocional.

Los ladridos de Harrison son cada vez más fuertes dentro de mi cabeza; son acompañantes sonoros de todas las imágenes de mi infancia. Dentro de mis pensamientos me encuentro de pronto en una cueva fría llena de fotografías. Mis manos son las de un bebé. Al igual que mi condición actual, no puedo caminar debido a mi corta edad, así que gateo entre todos aquellos retratos de mis memorias infantiles. Trato de salir de la cueva, pero la lluvia de fotografías me lo impide.

El dolor comienza a invadir de nuevo mis sensaciones, no puedo soportar más esta tortura. Un grito colosal sale de mi infantil pecho, y seguido de un llanto embalan de ruido aquella caverna llena de recuerdos. Al concluir el eco del ruido, las fotografías paran de caer y de un sector de la cueva avisto una luz incandescente blanca junto con la silueta de un perro.

Harrison, mi cachorro querido de la infancia, comienza a cambiar su anterior ladrido por la voz de mi abuelo. Me digo que el tono y el sentimiento de las memorias infantiles pueden trastornarse con los años; pueden también ser olvidadas con relativa facilidad. El paso del tiempo puede causar muchos trastornos evocativos. Sin embargo, esas memorias tempranas son la huella digital de nuestro ser, son las que pueden darnos nuestras primeras percepciones del mundo exterior. Si las olvidamos, estamos condenados a repetir errores y a olvidar nuestro origen.

Fotografías de memorias felices se amontonan ondulantes a mi alrededor. Imágenes de mí mismo jugando con mis juguetes, sonriendo mientras mis padres me bañan, Harrison persiguiéndome contento.

Harrison explica con una voz profunda que para superar nuestra ineptitud, para poder advertir qué memorias son importantes y cuáles intrascendentes, debemos enfocarnos en el arraigo y cariño que les tenemos, sólo así podremos entender el significado de cada una. Así que nunca debemos huir de ellas. La clave para saber juzgar su contenido está en nunca olvidar su significado, ya que de hacerlo, seremos presidiarios de ellas por nuestra inapropiada forma de maniobrar dentro de las mismas.

Las fotografías que volaban comienzan a crear un torbellino. Yo, sin poder hacer más nada, me dejo llevar en su interior. Con esas vueltas, el mareo me causa una náusea horrenda. Mi estado emocional está en constante cambio: alegría, tristeza, frustración e indiferencia batallan por ganar mi atención. Una foto se me pega a la cara. Al moverla y enfocar mi vista, noto que la foto es de mis padres conmigo afuera de nuestra casa. Mis pensamientos deciden inclinarse a la alegría y el palpitar de mi corazón calma su aceleración.

Cierro los ojos y una dulce melodía invade mis oídos. Por alguna misteriosa razón, siento que aquellos recuerdos se tornan entusiastas. El pesimismo y la agonía desaparecen para darle espacio a una sensación de paz.

Abro los ojos y veo cómo mi tío, mi cuidadora y mi prima me miran alarmados. Les comento lo que me ha ocurrido en mi extraña visión. Mi tío me dice que, gracias a ese viaje mental, mi memoria y mi estado de ánimo han sido recuperados. Súbitamente, noto que debajo de cada uno de mis brazos unas ramas comienzan a brotar.

Es un sentimiento muy extraño, noto una necesidad cada vez mayor de consumir líquido y mi vista empieza a tornarse nebulosa. Mi tío, preocupado, dice que no hay tiempo que perder y que tenemos que ir a mi primera escuela para continuar con el proceso curativo.

La escuela se encuentra a un par de cuadras, y al cabo de unos minutos nos hallamos en el exterior de la edificación. El recinto —al igual que mi antiguo hogar— muestra un deterioro importante. Mi prima comenta que cada vez más personas prefieren abandonar las casas aledañas, debido a que los niños y jóvenes ya no muestran interés por el barrio. El progreso de otros lugares intriga más a las personas que nuestro viejo barrio, así que la escuela se encuentra en un estado decadente. Pocos niños asisten a ella y en el patio de recreo apenas cuatro juegan con una caja vieja de plástico.

Una maestra, con cabellera blanca, mira con curiosidad a los espectadores del exterior de su escuela. Se acerca, confusa por la congregación. Su desconcierto se torna en regocijo al ver que mi tío y su hija forman parte del grupo y, con un abrazo emotivo, nos da la bienvenida. Mis parientes comentan mi situación y la identidad de los desconocidos.

Al mirarme, la maestra me reconoce de tiempos lejanos. Con una notable emoción, que se evidencia en sus ojos en el momento en que nuestras miradas se encuentran en aquella mañana soleada, ella comienza a contarme de las ocaisones en que me cuidaba y educaba junto con mis compañeros en la escuela de nuestra infancia

Me hace recordar a Pedrito, Jacobo, Álex, Ramón y Agustín, aquellos lejanos amigos de mi infancia con los cuales vivimos juntos nuestros primeros apegos sociales y aventuras. Cierro de nuevo los ojos y un torrente de recuerdos invade mi persona. Gracias a que he recuperado mi memoria, vienen a mí todo tipo de sentimientos de mi niñez.

Recuerdo cuando salvé al pajarito que cayó del nido de la escuela, la negación que sentía en el momento que lo descubrimos muerto, cuando nos castigaron a Ramón y a mí por esconder al ave dentro de nuestro pupitre doble, el terrible sentimiento de quedarse después de clase por aquella decisión, el regaño de nuestros padres y la eventual lección de dejar a la naturaleza seguir su camino.

Esa experiencia fue mi primer encuentro con la muerte… Me hizo entender lo que la empatía significaba, comencé a identificar y validar los sentimientos opuestos a la alegría. Eso causó una curiosidad sin precedentes en mí y desde aquel instante decidí escuchar y estar atento a mi alrededor.

Mi corazón, una vez más, se acelera en el momento que escucho a la maestra mencionar aquel día en que gané, en sexto de primaria, el premio nacional de poesía infantil. Recuerdo aquel poema que hice a mi escuela… Fue tal el éxito de aquel pedazo de lírica que hasta el mismo secretario de educación vino a presentarme el galardón. El dolor de cabeza retorna en el momento de pensar en aquel día.

Recuerdo cuando estaba contento en una ceremonia organizada por la maestra, esperando a que me dieran mi premio. Sin embargo, aquella condecoración nunca fue entregada…

Un arroyo de lágrimas me invade en el momento que recuerdo aquello. La maestra fue quien me avisó del infortunio que plasmaría con drama el resto de mi vida. El chofer del secretario no estaba advertido del límite de velocidad de nuestra pequeña calle y, por desgracia, no alcanzó a contemplar a la pareja que cruzaba el paso cebra que se encontraba a escasos metros del estacionamiento de la escuela. Aquella pareja eran mis padres…

Ellos venían, con todo el afecto del mundo, a ver la ceremonia de premiación del fruto de su amor; sin embargo, aquel momento nunca llegó y fue desplazado por un rápido cambio en mi estructura familiar. Aquel momento marcó el comienzo de mi relación fraternal con el tío Jacinto, quien me adoptó como suyo, junto con su hija, y me cuidó desde aquel infausto día.

Mi llanto causa un silencio incómodo en los presentes. Por suerte, la campana de la escuela marca el final de nuestro breve encuentro con la maestra y ella vuelve al interior. Noto que de mis oídos comienza a brotar una lámina foliar con ramas y mi visión disminuye.

Alcanzo a escuchar de labios de mi tío que el proceso de ramificación de mi padecimiento es algo sin precedentes y que necesita unas horas para analizar en su laboratorio, en casa, las muestras de mis ramas.

Regresamos a la casa y mi cuidadora decide que es mejor que espere afuera, mientras mi tío analiza la forma de curar mi padecimiento con su equipo de médicos. Yo siento cómo calienta el sol en este rincón que llamo mi lugar de origen, mi hogar…

Al cerrar los ojos recuerdo los momentos felices que viví después de la muerte de mis progenitores. Fue el primer amor con el que comencé a encauzar mis emociones de vuelta a la positividad. Fue Cammy, la estudiante de intercambio de Cambridge, la que me abrió los ojos al mundo de las emociones románticas. Pasamos muchos buenos momentos juntos durante toda mi época en la preparatoria y —hasta donde mi nivel de recuerdos me permite— fuimos dichosos.

Desafortunadamente, el día de mi graduación fue un desastre y el desamor llegó a mi puerta al ver que mi adorada decidió, en un arrebato de ira, abandonarme.

Ella no quiso saber más de mí, y el enojo interno provocó que las tinieblas de las emociones negativas me recordaran el odio que le tenía a mi tierra. Odiaba que me hubiese quitado a mis padres y a mi primer amor de esa forma tan cruel. La cosa empeoraba también porque la única fama que mi barrio tenía radicaba en el accidente de mis padres… Incluso mi calle fue rebautizada como la calle de los muertitos, nombre que hasta la fecha no puedo pronunciar del asco que siento.

Unos meses después, decidí tomar la oportunidad de hacer mi carrera lo más lejos posible de aquí, así que me incorporé a una universidad en África y con ello me desprendí de mi hogar. Decidí también nunca más volver y recorrer el mundo, para olvidarme de mi origen y de las tragedias que habían acontecido.

Contemplando este suelo que me vio nacer, comienzo a pensar que mis decisiones tal vez fueron un poco apresuradas. A pesar de todo lo que pasó, las experiencias vividas me nutrieron y prepararon para poder batallar contra toda adversidad de una forma positiva. Esta tierra me enseñó el conocimiento necesario para lograr mis metas. Después de conocer más de setenta países, no he podido encontrar nada parecido.

Los aspectos positivos de este lugar —sus colores, paisajes, personas, clima— son algo muy único y valioso. El hecho de que una tragedia haya causado su decadencia no es excusa para dejarlo deteriorarse. La fama y la reputación de un emplazamiento pueden causar el deterioro y franco desbarato al punto de una pérdida total; lo mismo que les puede pasar a las personas si lo dejamos pasar.

Cierro los ojos y veo a mis padres… Están contentos de que haya vuelto a lo que llamaban su hogar, donde armaron sus recuerdos, anhelos, esperanzas y motivos para vivir. ¿Cómo puedo odiar un lugar con toda esa magia e historia?

Esa semblanza inclina mi arraigo a esta tierra. Veo una vez su sonrisa y me enfoco en encontrar una solución a todo esto. Pienso en ello, y mis pies cada vez se sienten más pesados. Trato de abrir con mi debilidad la bolsa de agua que los apresa y noto con horror que donde había pies hay ahora un reemplazo de ramas. La taquicardia y el dolor de cabeza comienzan a ser insufribles.

Decido levantarme de aquella silla de ruedas y dirijo mi movimiento al patio delantero de la propiedad, donde una pala descansa junto a las rosas recientemente plantadas. Con todo el esfuerzo restante en mi ser, comienzo a excavar y excavar…

Por fin logro hacer un agujero suficientemente profundo para poder depositar aquellas raíces que comienzan a igualar la imagen de un tronco. En el instante que termino de enterrarme hasta las rodillas, mi tío, junto con un grupo de doctores, sale de la casa, tras el aviso de mi asistente, que se había quedado dormida cuidándome.

Mi tío trata de agarrar la pala pero yo, apurado, la tomo y la aviento a la camioneta aledaña. Afirmo, ante la mirada atónita de los presentes, que pienso que mi enfermedad no es maligna: es un recordatorio no sólo para mí, sino para las generaciones que vienen, de que por más que uno intente alejarse de su origen las raíces nunca podrán ser suprimidas de la tierra que lo vio nacer. Ni todas las tragedias, ni todas las maravillas exteriores pueden quitar lo vivido; los buenos momentos, la felicidad, la pasión, las memorias, el deseo de unión, la originalidad y las sensaciones. Muchos olvidan lo que hace el verdadero arraigo a un lugar. Amar de donde uno es puede ser, en sí, una experiencia maravillosa.

En mi caso, yo he viajado por todo el mundo y, a pesar de todo lo bello que he visto, nunca he encontrado algo parecido o que me haga sentir igual. Así que, en este momento, decido dar un ejemplo enraizándome en el patio de la casa donde nací, para mostrar con ello el amor que le tengo a mi tierra, a mis padres y a mi historia. No quiero que este lugar sea recordado por una tragedia.

Colocándome como árbol, viviré por el tiempo que las otras personas brinden para cuidarme y, con ello, trataré de que miles de personas vengan a admirar al ser que dio toda su existencia por revivir y formar parte del espacio en que nació. Será mi arraigo emocional y terrenal.

Al explicar esto, pido a mi tío que no busque ninguna cura y le suplico que promueva con ello a mi barrio para que la gente que lo habita se muestre de nuevo orgullosa de decir su lugar de origen y así sienta de nuevo, como yo, aquel sentimiento dormido de afincamiento en un sentido positivo.

Comienzo a sentir que mi visión desaparece y brotan más ramas por todo mi cuerpo. Veo imágenes de toda mi cronología. Alcanzo a escuchar, antes de perder por completo el sentido del oído, a mi tío prometer que cumplirá mis deseos.

Mi corazón se ralentiza y siento el proceso de transformación ramificada completarse. Una sensación de bienestar cobija mi tronco y mi ser. Ya casi no siento nada, pero mi cerebro se apaga con la esperanza de que mi sacrificio brindará armonía a mi alrededor.

Un último respiro y, de pronto, ya todo queda en calma.

SOBRE EL AUTOR

Filo de la Llata

MÉXICO

Fantasía, ciencia ficción, internet, literatura juvenil… Un auténtico torrente creativo que crece exponencialmente y que desde el principio ha sido la opción de Filo de la Llata (Ciudad de México, 1983).

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