Tarapoto black

AGUSTÍN ACEVEDO KANOPA

Los álamos susurrando las penas del ártico. Las nubes petrificándose en el cielo. El río dormido, rindiéndose ante el frío. La capa de hielo, primero quebradiza y negra, luego blanca y dura como un hueso. Los peces sellados en su interior, suspendidos en el agua, como joyas pálidas en una caja de cristal. La boca cuarteándose en filosos añicos. La escarcha creciendo entre la barba, derritiéndose y volviéndose a endurecer en cada hálito. El aliento del bosque con su humedad densa, como penetrar en los vapores cárnicos del interior de una ballena. Las botas hundiéndose en el musgo, un papiro blando escrito por las huellas de los primeros seres que pisaron el mundo. El bosque que se cierra sobre el caminante, que lo traga y lo envuelve en un légamo verde. El aullar de los lobos recibiendo a su nueva ofrenda.

El metal los había preparado para los inviernos de Escandinavia, pero no para ese agujero en la ventana, esa bolsa de nailon enloquecida ante los embates del viento de la escollera de Sarandí.

—Te digo que Islandia no tiene bosques.

—No seas llullampa, sí, sí que tiene. En la tapa del primer demo de Toska hay un bosque islandés tapado por la nieve. Aparece un pino caído.

—Sí, algún bosque habrá, pero la mayoría son nuevos, replantados. Cuando llegaron los vikingos estaba llenito de bosques, pero después cortaron todo para hacer hogueras, murallas, hachas, escudos y barcos dragones, y después unos cuantos volcanes entraron en erupción y más tarde llegaron los cristianos y llenaron todo de ovejas.

Walter (Sarköfagus) le habla a Pablo (Lord Leviathan) sin apartar la vista de la pared, continuando ese movimiento pendular, de arriba hacia abajo, con su nariz a pocos centímetros de la pintura fresca. “Todo está en la cadera y la columna”, le había dicho su tío Edwin antes de su último infarto, aquella vez que lo encontró pintando de blanco la fachada de la casa de sus abuelos. Ahora pasa el rodillo desde los zócalos al techo y se da cuenta de que no, que ni la cadera, y menos la columna, tienen algo que ver en eso. Es un movimiento maquinal, pero más que una cuestión física, se trata de despejar la mente de todo pensamiento, de lograr imaginar al cuerpo de uno como un pistón en inercia perpetua entre el rodillo, el suelo y la pared. Uno se concentra en las nuevas franjas negras y de a poco es como si fuera la pared, y no el rodillo, lo que se moviera, como el asfalto corriendo debajo de las llantas de un automóvil.

Una melaza ácida y espesa se disemina hacia sus pantorrillas. El progresivo ardor es algo ajeno a él, una onda cálida que se coló por una rendija de la habitación. Piensa en aquel video de Zakk Wylde en San Pablo, los dedos continuando el shredding sobre su Gibson Flying V Bullseye completamente ensangrentada. Piensa que dentro de la cabeza de Zakk debería haber algo similar, una nada en donde esos dedos no fueran los suyos, esa sangre que pareciera salir de la guitarra misma, como el negro cada vez más perfecto, liso y sin grumos de la pintura sobre la pared.

En los tiempos en que todavía tocaba death metal, las prácticas se iban a las seis horas diarias, aguardando el momento en que las yemas de los dedos se rajaran, cerrando el sagrado acto bautismal de su Ibanez GRX20Z. Incluso llegó a aumentar el grosor de las cuerdas, pasar de unas 0.10 a unas 0.11, hasta —sólo por un mes— cambiarse a unas 0.12, con las que hacer un sweep picking ya parecía un trabajo de herrero más que de guitarrista. Trató, lo anheló, pero la humedad de Tarapoto volvía todo más blando, suave y maleable, y los dedos se convertían en pequeñas bolas de arcilla, y las cuerdas se hundían en ellos sin dejar marcas ni mayor resistencia.

Infernus, Nocturno Culto, Jon Nödtveidt (que descanse en el infierno), esos escandinavos sí debían sufrir la sangre en las manos, con aquel frío seco creando sabañones, pelando la piel, dejándosela tensa y quebradiza como una tela de organdí.

—En resumidas cuentas, los cristianos la cagaron todita.

Pablo está sentado en la cucheta de abajo, los pies sobre el suelo húmedo y las rodillas juntas, temblando. Arriba del canguro de Emperor lo envuelven dos frazadas. Cada vez que habla ve el vapor salir de su boca. Casi podría imaginarse que el vapor fuera la verdadera materialidad de las palabras, como si tan sólo un poco más de frío fuera suficiente para petrificarlas y hacerlas caer y astillarse como granizo sobre el suelo.

Desde su primer día en Montevideo la ventana ya estaba rota. Por aquel entonces recién era febrero y no prestaron mayor atención a la bolsa plástica pegada con cinta pato que la cubría. Sin embargo, ahora, viéndola inflarse y desinflarse, con una rajadura donde entra un chijete fino y punzante, es como si la bolsa hubiera adquirido voluntad propia, como si de un día para otro primero se le hubiese conformado una boca, y después hubiese aprendido a hablar, desesperada por decirles algo.

Sus padres le dijeron un par de cosas sobre Montevideo, pero no de sus inviernos.

La única vez que habían pasado ese frío fue en Cerro de Pasco, durante la gira que hicieron en la corta vida de Dür Assangar. Aquella tarde habían tocado en la Oroya, ante casi 80 adolescentes del liceo José María Arguedas, que los vieron maquillados y se quedaron en el patio esperando un espectáculo de circo. La idea era conducir hacia Huancayo, donde en un par de días tendrían otra fecha, pero ni bien terminaron su presentación en el Arguedas, les llegó una invitación para tocar en un encuentro de metal en Cerro de Pasco, organizado por Legion Doom. No tenían camas, pero la banda les ofrecía unas colchonetas y unas frazadas en el centro comunal donde iba a realizarse el evento. Pablo y Chato (bajista de Dür Assangar) preferían saltearse esa parada para viajar directo a Huancayo y dormir cómodos en las casas de los integrantes de Serpentia, que sabían que eran pitucos y tenían tele, tres cuartos y camas para todos en un chalet de Jardines de San Carlos. Por su parte, Walter, Ismael y Pedro de Rais adujeron el compromiso con bandas hermanas, la responsabilidad de poder comunicar las mentiras con las que el cristianismo sometió a los pueblos a través de la historia y “lo locazo que sería tocar metal en el corazón de la producción metalera de todo Perú”. Pedro de Rais (que en realidad se llamaba Pedro Ramos, pero se puso ese apellido en honor a Gilles de Rais) dijo que después del toque irían al río Huallaga y que todos beberían del mismo vaso, y que de ahí en más el metal correría por sus venas, hermanándolos hasta el fin de los días.

El lugar del toque era una sala de suelo y paredes cubiertos por azulejos blancos, con cartulinas promulgando la higiene dental tapadas por telarañas falsas. Cuando llegaron recién estaban haciendo la prueba de sonido de Berserker, que tenían a un guitarrista con un set de pedales que fascinaron a Walter e Ismael. Los recibió Halfling Daniel, guitarrista de Pagan Tears, con quien Pablo venía hablando desde años atrás por medio de un foro de jugadores de cartas Magic. Halfling Daniel era conocido por su agresivo estilo de juego y poderosas cartas, pero en persona distaba del intrépido semielfo que se había hecho en la cabeza: era cholo, tenía la cara llena de pozos de acné, medía poco más de metro y medio y todo su cuerpo parecía conectado a una central eléctrica de tics nerviosos que nunca llegaban a ser tan fijos como para determinar un patrón. Más allá de siempre parecer estar conectándose y desconectándose de la conversación, era un chico atento, lo suficientemente cordial como para recibirlo con un sixpack de cusqueñas.

Pasaron el resto de la noche viendo cómo entraban y salían jóvenes con canguros negros, dos o tres grupos de goths empalidecidos con maicena, niños que correteaban por ahí, emolienteros que cada tanto se metían en el salón y se quedaban ojeando unos pocos minutos para después volver a su carrito, integrantes de otras bandas que observaban a los intérpretes como si después de la presentación fueran a puntuarlos según habilidades como en un concurso canino, jóvenes que aparecían y se decepcionaban al darse cuenta de que aquello no era una disco bailable, señoras de camisas con hombreras que parecían ser de la alcaldía y que sólo estaban ahí para controlar que nada se fuera de las manos, señoras que pensaban que aquel centro comunal era una continuación de una kermés que se estaba realizando por error en el mismo predio, y chibolas de no más de 14 años que se reían y hablaban entre ellas, mirando desatentas lo que pasaba en aquel escenario improvisado al ras del suelo.

Entre todos los que entraban y salían, nunca llegó a haber más de 60 personas en el mismo lugar.

Pablo Sarköfagus colgó en el bombo una bandera con el logo de la banda: un cocodrilo metálico pintado por la hermana de Ismael, la traducción literal de lo que significa Dür Assangar en lenguaje élfico. Entre el público habría 30 personas, la mayoría integrantes de las otras bandas que, sudados de su anterior presentación, miraban hacia el escenario de forma estoica, cansada y respetuosa. Un poco más a lo lejos, cerca de la puerta de salida, como si fuera una escuadra militar cubriendo la retaguardia tras un inmenso claro que quedaba en el salón, había un grupo de chicos bajos, impecablemente vestidos con camisas y camperas de jean, que hablaban casi entre susurros, sin tener muy en claro para qué estaban ahí.

Walter y Pablo (ya maquillados) querían que se apagaran los tuboluces, para que el clima pudiera acompañar un arpegiado cargado de delay y tremolo que debía sonar como los quebradizos quejidos de un invierno lejano y devastador. No tuvieron suerte, había un solo interruptor que conectaba la luz y todos los equipos, por lo que bajarlo significaba apagar todo.

Aun así, Walter comenzó a tejer su lamento, secundado por la guitarra de Ismael que crecía alrededor de su arpegiado como una enredadera llena de espinas. Dos fuertes golpes de bombo retumbaron en el salón, y debajo de los párpados de los integrantes, que permanecían indistintamente cerrados, la oscuridad se rasgó por el relampagueo de dos focos de luz. Lentamente se fueron acoplando el bajo y los punteos de Walter y Pablo entrando en un crescendo de volumen y velocidad hasta que estallaron los platillos y Pablo se lanzó como un cóndor sobre el doble pedal.

De entre las bambalinas (un biombo que tapaba la entrada del baño de caballeros) apareció Pedro de Rais completamente borracho. Nadie, excepto los integrantes de Dür Assangar, podría haber notado su pedo, ya que aquella forma de caminar, como si fuera una imitación accidental del fauno de la película de Guillermo del Toro, combinaba extrañamente con su maquillaje, la cara pintada completamente de blanco y los dos murciélagos pintados alrededor de los ojos.

Como subiéndose al galope frenético de un caballo, el grito gutural de Pedro entró a perfecto tempo con el doble bombo de Pablo, y se mantuvo vibrando durante varios segundos, mientras sobre su cuello marcaba una “v”, con los dedos en forma de tijera.

No había retorno y el volumen de los amplificadores tapaba cualquier cosa que estuviera conectada a línea, pero todo Dür Assangar podía escuchar a Pedro cantando la primera estrofa de “Casus Belli”. En la canción, Pedro rememora —en inglés— un pasado ucrónico, una especie de mundo paralelo donde lo humano y lo divino se funde, con hombres que festejan mientras se exterminan y vuelven a revivir, con soviéticos y soldados del eje destripándose entre nazis y ushtakas, batallones de zombies tullidos y semidescompuestos celebrando en un festín de sangre entre las trincheras. El resto de la banda lo consideraba un tema descolgado del resto de sus trabajos, más proclives a temáticas de imaginería pagana, crítica al cristianismo, historias de templarios y alguna que otra referencia a Lovecraft, pero Pedro defendía su idea, aduciendo que era algo así como una versión actual del Valhalla de los vikingos. Pedro decía que los vikingos nunca se extinguieron del todo, que su espíritu de guerra fue diseminándose de forma indistinguible entre distintos linajes, reformulándose entre múltiples entrecruzamientos por varias generaciones, y que el lacayismo judeocristiano había intentado acallarlo, sólo para buscar mercados estables donde entablar negocios, en vez del terreno de constante éxtasis y reformulación del campo de batalla. Para Pedro, el afán de guerra era natural al hombre y creer las guerras actuales fuera de ese instinto primigenio era un “error táctico fatal”.

Luego vino “Silent Hills”, un tema un poco más atmosférico, que en la versión demo iba acompañado de un teclado, pero que en el show suplían aquella falta con unos delicados arreglos de guitarra hechos por Ismael. En el tema, Pedro casi no cantaba, y Pablo y Chato lo vieron hincado, con la mirada perdida en el piso, apenas hamacándose mientras superponían capas y capas de distorsión, en una versión que estaba más cerca del doom (casi del drone) que del black.

Vieron al público, ahora reducido a unos 20, meneando las largas cabelleras, ¡oh!, tan negras y tan lacias, ante cada golpazo de tom. Pedro seguía con la vista clavada en los azulejos del suelo. En un momento la banda aumentó la dinámica y una distorsión atronadora se adueñó del salón. Pedro saltó, quiso gritar, pero su voz se le cortó y Walter e Ismael reconocieron aquel gesto de terror que se le estampaba en el rostro cuando no podía dar con la nota que estaba buscando.

Walter improvisó un puente y terminó enganchando “Silent Hills” con “Blood of our fathers”, guiño que Pedro entendió enseguida, parándose con sus piernas bien abiertas y volcando su pelo a la cara. Pedro era el único rubio de la banda, uno de los pocos rubios de verdad que conocían en Tarapoto. Mientras cantaba pausadamente en aquel extraño inglés (una intro sobre dos hermanos que son engañados por Dios para matarse entre sí por pura diversión: una versión libre de Caín y Abel) la pintura negra del maquillaje iba manchando el cabello dorado, casi blanco, que había heredado de su madre, una descendiente de italianos que se mudó de Lima a Tarapoto cuando su hijo tenía 15, para trabajar en un hotel. Pedro se comunicaba con la gente como un reverendo. Nadie entendía exactamente lo que decía, pero las primeras filas asentían a sus palabras, mientras él los señalaba a ellos y al cielo.

En el cuarto tema todo se transformó. Pedro, que parecía entrar y salir de personaje como un boxeador tambaleándose luego de un golpe, se acercó a Walter y le gritó “Morbid Eclipse!”. Nadie quería hacer ese tema, era una canción que ni siquiera estaba en aquel primer demo y la tenían muy poco ensayada. Sin embargo, antes de que alguien pudiera oponerse, Pedro alzó las manos y gritó: “¡Esto es Morbid Eclipse!”. Las guitarras se lanzaron sin pensarlo y comenzaron a repetir incansablemente un riff áspero y veloz al que se le iban introduciendo minivariaciones hasta generar un denso e irregular muro de sonido. La batería se plegó, extendiéndose sobre las guitarras como unos espesos y oscuros cumulus nimbus y Pedro cantó:

 

At the end of the day

Morbid Eclipse slashing my eyes

The sun’s blood dripping the vase

All the humanity waiting to die.

 

La voz, más aguda y demoníaca que de costumbre, parecía irse deshilachando, pero en el momento en que uno pensaba que la cuerda se iba a terminar de rasgar, el grito parecía bajar de densidad y volverse más grave, como si Pedro hubiese abierto otra válvula, una más gruesa y profunda, conectada a su estómago, donde provenía un nuevo aire, denso y turbio. Luego de la segunda estrofa había un quiebre en la que la banda acumulaba velocidad y, contrario al estilo técnico y puntilloso, Walter seguía aportando una textura base e Ismael entraba con su púa lanzándose frenéticamente a la primera y segunda cuerda, su mano tan veloz que se difuminaba en un arcoíris marrón por encima del cuerpo de la guitarra.

La guitarra de Ismael se convertía en una especie de sirena ululante y Pedro le gritaba al cielo plúmbeo de Pasco:

 

To slash the eye

and see through dark

 

Y desde fuera del salón comunal comenzó a invadir otro sonido. Era un parlante de la kermés. Lo que empezó como un mero murmullo se convirtió en la voz aguda de una chica promocionando Salchipapas a sólo 4 soles. La promoción sobresalía detrás de una cortina musical todavía indefinible, pero de la que ya podía registrarse un bajo juguetón y cansino.

Walter e Ismael se miraban de reojo tratando de aparentar no sentir aquella intromisión, pero el bajo y la guitarra de aquella chicha se iban superponiendo a sus escalas, como si los azulejos, el suelo, los vidrios, el público y ellos fueran un algodón absorbiendo rápidamente un líquido espeso y verdoso. Entre cada anuncio de las baratísimas salchipapas, entre ellos y el afuera, se desmoronaba un golfo en donde la chicha iba entrando por un torrente indetenible, mezclándose con la canción que tocaban, hasta volver todo una pasta densa y extraña. Pablo aporreaba más y más su crash, queriendo sepultar la música intrusa, pero la canción adquiría mayor nitidez, como sales de plata en líquido revelador. Aquello no era fruto de una competencia de volumen, sino algo mucho más sutil, una serie de engranajes y encastramientos mentales en donde todo iba enganchándose con esa canción, un sistema vivo que se ramificaba en la cabeza, hasta que uno mismo terminaba completando la canción en su mente. La lenta invasión siguió así, como rayos de luz rebanando la oscuridad que Dür Assangar habían intentado crear, hasta que primero Pedro, después Walter, y después todos los presentes, reconocieron el estribillo:

 

El aguajal es el lugar que sólo sabe mis sufrimientos.

El papayal es el lugar que sólo sabe mis tormentos.

 

Hubo algo extraño y vergonzoso en el momento en que reconocieron aquel tema de chicha de los Shapis. Una vez reconocida, la canción estaba ahí, incomodándolos, abriéndose paso a codazos, tomándose sus cervezas, hablando a sus espaldas, burlándose de su público. Algo que les decía “ustedes también son esto”.

Se escucharon unos murmullos. Pablo se acordó de su tío Miguel cantando aquella canción en una versión karaoke de una fiesta de quince de su prima. Pedro recordó aquel primer año en Tarapoto, la soledad del liceo, el acné y la humedad densa y sofocante que ascendía del río, tan diferente al clima de su ciudad. Y Walter pensó en su cuarto, su póster de Mayhem, su cuaderno de clases tallado con la punta de un compás y su promesa, mientras sonaban los Shapis en la cocina de su casa, de que un día se iba a ir de Perú para no volver jamás.

Pero siguieron con la canción, hasta que hubo un momento en que no sabían bien qué estaban tocando. De golpe, todo se había vuelto una única mezcla y Walter no sabía si Pedro seguía cantando sobre el sol derramando sangre por última vez en el universo, o si cantaba sobre traiciones y pantanos de pena. El bajo se volvió más gordo y lento y Pablo acompañó, manteniendo un pulso cada vez más regular. Walter e Ismael se sumaron, entrando en una larga coda, y toda la banda cerró los ojos, sin saber qué hacía el público, sin saber siquiera si seguían allí. Pablo abrió los ojos y vio a Pedro apretando el puño y tambaleándose entre los azulejos blancos, pero no podía saber qué pasaba.

Las guitarras estaban levitando, y podrían haber seguido así por horas, días. Y ahí fue que Pedro se desmayó, primero los ojos dados vuelta, después la cabeza y enseguida el cuerpo perdiendo huesos y músculos hasta derretirse sin peso al suelo. Se despertó con un par de cachetadas de Walter. Lo habían sentado en el cordón de la vereda y echado agua en la cabeza. Su maquillaje ya era una especie de pasta gris, las alas de los murciélagos derritiéndose en gotas barrosas que pendían de su mentón. Ya no se escuchaba el tema de los Shapis y durante un tiempo pensó que todo había sido una especie de alucinación, pero más tarde todos hablarían de la extraña experiencia.

El desmayo había ocurrido por falta de oxígeno. Fue verlo desvanecerse y de golpe todos se dieron cuenta lo ahogados que estaban, que siempre habían estado, desde antes del toque, desde antes siquiera de llegar a Pasco.

Cuando Pedro era chico y todavía vivía en Lima, vio con su padre el partido final de Universitario en Cerro de Pasco. Fue la primera de las muchas veces que lo vería con él, en un VHS que iba perdiendo color con cada vez que lo veían. En el video faltan pocos minutos y el partido va 1 a 1. Beto Carranza, que ni bien entró metió un penal, agarra un despeje luego de un tiro libre de Unión Minas y busca a un socio para un contraataque. Pero levanta la cabeza y no hay nadie, casi todo su equipo sigue a la altura de su propia área. Universitario con un empate llegaba bien para el último partido del campeonato contra Sporting Cristal. Cualquier jugador hubiera hecho tiempo, o retenido la pelota para asociarse con algún compañero, pero Beto, sin tener mucha idea de qué hacer, patea la pelota hacia adelante y se echa a correr por la punta izquierda hacia el arco contrario. Al rever el video uno puede intuir que ni Beto cree en sí mismo, que se lanza a correr hacia un adelante abstracto, como un caballo de carreras. Y está a 4300 metros de altura, 4300 más altos que su Quilmes natal, 4300 metros con glóbulos rojos fabricados para otras cosas que correr así, como un loco, pero en un par de zancadas Beto pasa a lo que quedaba del mediocampo de Unión Minas. Son unas cuantas zancadas y Beto ya está bordeando la banda, al borde del área. Ni él mismo se lo cree, y ahí va un líbero del equipo rival, pero Beto engancha para adentro y lo deja hecho un trompo, y ahí agarra la diagonal y se va, solo, directo al arquero. Beto encuentra un claro en el primer palo y define de puntín. La pelota entra por el único hueco disponible y ellos y el mundo enloquecen. Recuerda que su padre, que pese a haberse criado en La Victoria, era del Universitario (el único crema entre todos sus vecinos del Alianza), empezó a gritar hasta que tuvo que sentarse en la poltrona descascarada del living, temblando. En la tele aparecía Beto, con todavía su absurdo gorro de lana rojo y blanco, como una versión alternativa de pitufo, tumbado en el suelo, sin poder celebrar, con el médico del club poniéndole una máscara de oxígeno, mientras el resto de los jugadores del Universitario seguían festejando. En la tele estaba Beto sin aire, y en la poltrona estaba su padre sin aire, y en un momento pareció como si fuera un espejo entre los dos.

Ahí, sentado en el cordón de la vereda, volviendo a tomar otras cuzqueñas que se la acercaron como si fuera suero, Pedro se quedó pensando en su padre por primera vez en varios años, con una extraña claridad, sin cariño, rencor ni tristeza.

Nunca cumplieron la promesa de beber del río Huallaga. Ni bien terminó la última banda, ayudaron a limpiar el suelo del salón comunal, le pidieron a Halfling Daniel las colchonetas y se echaron a dormir con sus sobres en la sala donde habían guardado todos los equipos.

El frío fue bajando sobre todos como una manta de plomo. Los tres metros que los separaban del techo se solidificaron, se convirtieron en una fuerza densa que los apretaba contra el suelo. Los que permanecieron despiertos desearon que ese techo se les viniera arriba y al menos los apisonara, los hiciera dejar de tiritar. Los que se durmieron también tiritaron, pero en tiempos y territorios muy lejanos a allí.

No llegarían a Huancayo, se enterarían en medio de la ruta de que la fecha se había cancelado y, con Ismael y Pedro engripados, decidieron volver a Lima, donde al menos tenían hospedaje asegurado.

Pero en Lima tampoco tendrían suerte, y pronto, luego de una discusión por dinero, Ismael y Chato se volverían con la camioneta a Tarapoto.

Aquel toque en Pasco sería la última presentación en vivo de Dür Assangar.

 

***

 

—Bo, Perú, ¿qué pintás la pared de negro? Así a lo gaucho no podé, si no raqueteás antes te quedá sin paré, ñeri. Tené que raquetear antes, sino corte que al otro día se te cae todo por la humedad. Hay que pintar la pared de negro, ¿eh, ñeri?, tan fisura con la música esa, eh.

Antonito es el único uruguayo entre los cinco peruanos (tres de la selva y dos de la costa) que viven en el apartamento, y llama “Perú” tanto a Walter como a Pablo. Nunca llegaron a entender si se los confunde, si hay un grado imperceptible de diferenciación en el tono con que se refiere a cada uno, o si llama así a todos los de la casa. No “Peruano”: simplemente “Perú”, el nombre del país flotando sobre sus cabezas como nubes grises tapando el pico de una montaña. Una de esas tantas noches que se arrimaba hasta la frutería para pedirles unas chapas, Antonito cayó con un amigo aún más manija que él y los presentó diciendo “Yona, te presento al Perú, y acá al otro Perú”.

Llegaron a Montevideo con dos valijas y un papel escrito a mano por la madre de Pablo con el teléfono de Lady, una vieja amiga de ella que hasta sus 60 años había vivido en Pucallpa, hasta que vendió su casa para irse a la de su hijo en Argentina. Las cosas entre su hijo y su nuera comenzaron a deteriorarse, y tan pronto como llegó, se encontraron los dos en la calle, con un montón de maletas y cacerolas, saltando de pensión en pensión, avanzando cada vez más hacia el oeste de Buenos Aires. Estuvieron así casi un año, hasta que su hijo recibió una llamada de un excompañero de construcción que se había ido a Montevideo. Ni bien se mudaron al edificio ocupado, Walter y Pedro entraron a trabajar como porteros en una empresa de seguridad, por medio de un contacto de Lady.

De golpe se encontraron caminando en la noche, en galpones semiabandonados, con un revólver en la cintura que nunca supieron usar. Por razones que jamás entendieron, pronto fueron echados y en cuestión de unos meses alternaron entre changas en el puerto, limpiar casas y trabajar en una frutería del centro de ocho a seis de la mañana. “¿Quién va a querer comprar fruta a las tres de la mañana?”, decía Pablo, puteando mientras rociaba la fruta con una manguera, “para que parezca más fresca” (palabras del dueño del local), pero pronto se dio cuenta de que más que vender, tenía que cuidar de la fruta. Tuvo que pasar un mes de noches largas, él y Walter hablando de bandas de metal hasta que el cielo de la mañana bañaba de un color magenta a las naranjas, hasta darse cuenta de que al local le rendía más cuidar la fruta que desmontarla y venderla. Al fin de cuentas, era sólo otra forma de ser un sereno.

¿Cómo se diría “Los guardianes de la fruta” en élfico?

El único Montevideo que Walter y Pablo conocían era el de la noche. Hablaban con otros peruanos del edificio; con pastabaseros que pasaban por la frutería intentando venderles radios de autos; con un sereno que decía que con ellos todo bien, pero que el verdadero problema era con los dominicanos; con alguna prostituta que ofrecía una mema por merca que nunca tenían; con el dueño de un yorkshire que paseaba a las tres de la mañana; y con un grupito de metaleros que todos los jueves bajaban por la calle Río Branco. Cuando los veían, Walter y Pablo jugaban a reconocer a lo lejos los rizomáticos logos de las bandas que estampaban sus canguros negros. Sabían que si habían dado con el logo correcto, alguno de esos chicos levantaría la mano haciendo la señal de los cuernitos.

A veces, después de terminar la jornada, se compraban una hamburguesa en un carrito e iban a la Plaza Independencia, todavía bañada por la semiluz de las seis de la mañana, y charlaban sin mirarse los rostros, con la vista perdida en el caballo de bronce de Artigas, pensando cuánto costaría subirse ahí. Otras veces se detenían a ver a los coreanos del puerto, que en pleno invierno, luego de recibir la paga de la semana y perderlo todo esa misma noche en el casino del Radisson, se apiñaban en un rincón de la plaza, borrachos, como si se hubieran dormido de pie, pegados unos a otros, dándose calor, tiritando al mismo ritmo.

Luego comenzaban a escucharse los gorriones y los benteveos y volvían a su casa, esquivando los colchones de Manuel e Ifrán en el living, lentamente abriendo la puerta de su cuarto y colocando una chapa contra la ventana para tapar al sol. Se despertaban a las tres de la tarde, pero casi siempre se quedaban en el cuarto, hablando entre ellos, escuchando desde el celular temas de Bathory que Walter se bajaba en un cyber.

Un día la madre de Pablo se puso insistente con que mandaran fotos de su vida en Uruguay. Ninguno discutió demasiado el tema. Simplemente, con cierta resignación, fueron al Parque Rodó y se fotografiaron con sus celulares, intentando dejar en el fondo las lanchitas coloridas pedaleadas por padres e hijos. Luego de las fotos, estuvieron unos minutos mirando nadar a unos patos. Fumaron unos cigarros y volvieron al apartamento.

Mientras Walter termina de pasar una mano de pintura, Pablo espera su turno golpeteando sus rodillas con el índice y su dedo del medio juntos, como si fueran palillos de batería, mientras que los pies le dan al doble pedal, impactando en una superficie de madera de la cucheta. Casi todos los del apartamento se han acostumbrado a ese sonido persistente, esa taquicardia hueca y desesperante, salvo algunos momentos en los que Lady parece despertarse de su estado crepuscular y grita “¡Ya vuelta han salido estos a volverme loca con ese ruido!”.

El doble pedal es lo único que conserva Pablo de su set de batería, como si fuera la urna de cenizas de un ancestro. La vendió poco antes de partir, luego de entender que su padre no iba a poner un solo sol para esa loca aventura. Recuerda la imagen de la batería atada con pulpos en la caja de la camioneta del comprador, de la misma forma en que recuerda cuando de niño vio a su perro siendo llevado para no verlo nunca más.

Walter también tuvo que vender su amplificador Peavey Studio Pro 112 para el pasaje y porque era tan pesado que era imposible de trasladar. El único momento en que pudo volver a tocar una guitarra conectada fue cuando unos serranos que vivían a dos cuadras de su casa le ofrecieron tocar en un disco de covers hechos con quena, charango, órgano y guitarras. El disco se vendería en los ómnibus y se repartiría equitativamente entre los miembros originarios del grupo. A él sólo le pagarían un adelanto, con la posibilidad de más tarde incluirlo en la banda. Walter cayó con la guitarra al minúsculo estudio de grabación y tocó, leyendo partituras, casi en una primer toma, la base de My heart will go on, de Celine Dion, Everything I Do (I do it for you), de Brian Adams, I’m not in love, de 10cc y I will always love you, de Whitney Houston. Cuando los cuatro peruanos le pagaron y lo felicitaron para irse y no volverlo a ver nunca más, Walter se quedó media hora en el estudio, intentando tocar un tema de Dür Assangar y luego uno de Vital Remains. Se los acordaba de memoria, incluso en las partes más veloces e intrincadas. Sin embargo, el único pedal era un chorus, y todo sonaba extrañamente limpio. Se quedó mirando la guitarra. Salió y dio unas vueltas en los pasillos del estudio. Se aseguró de que no había nadie y volvió a entrar. Tocó los primeros compases de Cariñito, de Los hijos del sol y cuando en su cabeza empezó a sonar “Lloro por quererte/ por amarte y por besarte”, desconectó la guitarra y se fue.

Ahora, sin cables, con la Ibanez aún intacta, su cabeza le agrega distorsión a todo lo que toca, concentrándose hasta descubrir ese sonido perdido en el vibrar metálico y brilloso de las cuerdas que toca al aire. Como un pianista tocando las teclas en el aire. Como un pianista ante un piano y sin dedos.

Desde antes del viaje venían armando el plan: primero vender los equipos, mudarse a Montevideo, juntar plata hasta comprarse un redoblante y un hi-hat, después un ampli usado y barato, después una computadora y empezar a grabarse y tocar. Cuando sus amigos de Tarapoto los trataban de locos, siempre aparecía la misma historia: si Varg Vikernes de Burzum hizo el Filosofem con los peores instrumentos posibles y uno de esos micrófonos de muestra que vienen con las computadoras, nada podría detenerlos a ellos. El ahorro venía bien, entre los 6.000 pesos que le daban a Lady y lo que le giraban a su familia en Perú, ya se iban acercando para comprar un redoblante y un platillo crash que vendían en Mercado Libre, pero en mayo se anunció la visita de Mayhem a Montevideo y gastaron lo poco que habían separado. De alguna manera, aquello se sintió como una doble traición, a su proyecto y al mismo Varg, que estuvo en Mayhem hasta que asesinó al vocalista.

Ese fue su primer concierto en Montevideo. Pogueando, Walter y Pablo se vieron entre todos aquellos cuerpos desconocidos y sintieron que por una vez nadie los miraba. Se dejaron arrastrar por aquella marea de camisetas negras, por la euforia, por la sensación, aunque sea por un momento, de desaparecer.

—Lo que estaría legal sería, después de esto, poder pintar de negro también las camas —dice Walter, viendo cómo poco a poco el cuarto parece achicarse, envolverlos, cerrarse sobre ellos como una flor en plena noche.

Walter deja el rodillo y se estira los dedos hasta llegar a su antebrazo.

—Tu turno.

Pablo toma el rodillo y comienza a darle una nueva pasada a donde el otro había dejado. Walter se acuesta en la cucheta de arriba, se tapa con dos frazadas pesadas y tiritando mira las manchas de humedad. Su Rorschach privado da: una con la forma de un conejo escapando de un lagarto; otra más extendida con distintas pintas ocres que parece un plato de tacacho con cecina; una minúscula, contra la esquina del cuarto, que da un rostro mirando hacia un costado; y una sección descascarada cerca de la ventana como una versión libre de un mapa de Sudamérica.

Desde que Lady y Manuel ocuparon el edificio, limpiaron piso por piso. Tiraron la basura que habían dejado los antiguos ocupas. Consiguieron un acuerdo para obtetener conexión eléctrica y agua potable. Pintaron la fachada y el portón de hierro. Pero nunca pudieron contra las manchas de humedad. En el apartamento, diseminados por todos los rincones, peluches tapando manchas, estatuas de vírgenes tapando manchas, calendarios viejos tapando manchas, vasijas prontas a caerse tapando manchas, un poster de un atardecer ochentoso tapando prácticamente una pared eczematosa que se viene devorando a sí misma en el baño. En toda esta batalla pírrica de Lady contra la humedad, hay algo que Pablo no sabe definir, pero que se parece mucho al cariño.

—¡Oi, cho, mira esto!

Cuando Walter gira la cabeza ve una veta blanca en la inmensidad negra de la pared. A cada mano de rodillo que Pablo pasa, se cae un trozo de pintura y vuelve aparecer el blanco anterior.

—Éntrale más fuerte, a ver si toma el color.

Pero Pablo pasa y las vetas negras caen al suelo como escamas de un pez moribundo. Pasa el dedo por la superficie blanca y está húmeda, casi blanda. Hunde la uña en la pared quedando restos en la comisura. Pasa el rodillo una vez más, ahora con más fuerza, y tras primero aparecer una franja negra, la pintura se desprende, ya más gruesa, y aparece, casi iluminando el cuarto, una superficie amarilla pastel. Walter se acerca, entre enfurecido y fascinado, y le saca el rodillo de la mano. Pasa más fuerte y tras unas capas negras y tersas, el amarillo se desprende, y ve un trozo de pared verde agua, con unos dibujos que parecen hechos por crayolas.

No dicen nada, pero ambos se dan cuenta de que ante cada pasada de rodillo se topan con una antigua capa de pintura, otro cuarto que fue, otra persona u otra familia que lo habitó. Pablo se acerca, como un arqueólogo frente a un fósil, y descubre dibujado un torpe diagrama de un auto de carreras rojo. Lo contemplan, quedan flotando en aquella fascinación de los pliegues y los bordes del automóvil, pero entonces Walter le da otra pasada del rodillo.

En el suelo, sobre los papeles de diario colocados para evitar manchar el suelo de baldosas, a cada pasada se apilan un montón de trozos de pared. Todos juntos, apisonados, parecen un camaleón moribundo, casi en descomposición, que ya no sabe de qué color camuflarse.

Pablo se aparta y ve a Walter subir y bajar una y otra vez, el movimiento pendular ahora convertido en un repaso frenético, sin líneas rectas ascendentes ni descendentes, trazos locos y diagonales con la pintura descascarándose una y otra vez.

Pero llega un momento en donde los colores dejan de variar. Pasa el rodillo y en el ascenso queda negro y en el descenso se desprende y aparece un celeste grisáceo, el celeste de un cielo cuando unas nubes de tormenta recién comienzan a disiparse. El celeste del cuadro de un viejo al que una familia visita cada vez menos. El celeste del cuarto de un bebé al que sus padres no quisieron mucho.

Pablo amaga con ir para el living-dormitorio, pero se queda sentado en la cama, escuchando cómo se putea Ifrán con Antonito, por haberle robado comida de la heladera.

—Así no juega Perú —grita Ifrán para sí mismo.

Antonito responde:

—No te me ortivé, Perú.

Y los gritos seguirían escuchándose si no fuera por ese viento nuevo, más helado que el anterior, que le termina de abrir del todo la boca a la ventana y comienza a llenar la habitación como las voces de canto gregoriano llenan a una catedral.

Pero Walter ya no siente frío, él sólo empuja el rodillo de arriba hacia abajo, de arriba hacia abajo, pensando en su padre el día anterior a tomar el avión, sentado en la silla giratoria de aquel cuarto sofocante y estampado de posters que desde que era niño nunca volvió a pisar. Su padre encorvado hacia adelante, gordo, ridículo, torpe y débil, pero aún padre, con los ojos clavados en el suelo, diciéndole:

—No tienes por qué hacer esto, hijo. Estas cosas se piensan más. No entiendo qué pues nos quieres demostrar a mí y a tu mamá.

Pero Walter no le mira la cara, Walter sólo sigue concentrado en el celeste, el negro, el celeste y de nuevo el negro que se disputan la pared.

SOBRE EL AUTOR

Agustín Acevedo Kanopa

URUGUAY

El desván literario de este uruguayo (Montevideo, 1985) se halla en los pequeños sellos, “uno de los espacios más interesantes” a la hora de buscar nuevos valores literarios. “Siempre que visito un país trato de frecuentar alguna editorial o librería independiente y que los libreros, editores o conocedores me recomienden libros de escritores emergentes que consideren de relevancia o de carrera prometedora”, explica.

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Arraigo/desarraigo

Es un proyecto sin ánimo de lucro que busca identificar a jóvenes talentos, formar redes e impulsar la riqueza de las letras americanas, desde Canadá hasta Argentina. El proyecto vive enteramente en entornos digitales.