“Oportunidades como ésta no se dan dos veces en la vida, Flavia”, dijo Marisol con tono oficialista. Le tenía una mano agarrada y la miraba a los ojos como si le estuviera develando los misterios del Apocalipsis. Llevaban como diez minutos en la misma posición, desde que Marisol dijo: “Tenemos que hablar”. Era evidente que había ensayado aquella cantaleta: Miami es tu lugar, olvídate de Estados Unidos, es Miami el mejor lugar del mundo para vivir y para los cubanos, bla, bla bla, so estas leyes del gobierno para acogernos no son eternas y tú eres muy joven, ¡girl! A ti no te van a dar visa para que vengas otra vez, este país es para los jóvenes, bla, bla, bla, aprovecha y quédate. Estey jir que en Cuba no va a cambiar nada. Flavia asentía. En La Habana, Marisol había vivido desde pequeña en una casa de dos plantas, en un barrio residencial bautizado Casino Deportivo. En Miami vivía en un tráiler de un cuarto que había comprado en el North West, una de las dos zonas que más aparecen en las noticias locales y nunca para bien.
Pero Flavia no tenía ganas de debatir sobre los ideales de bienestar de su amiga Marisol. A fin de cuentas, no era ella la única que se había convertido en una copia exacta de los demagogos “revolucionarios” que tanto criticaba. Para unos, Cuba era el mejor lugar en el mundo; para sus oponentes, entre ellos Marisol, el mejor lugar era Miami. Ninguno conocía geografías intermedias. En Miami, su amiga era la quinta persona que le decía “Quédate” con tanta convicción. El primero había sido Yoel, hermano menor de Marisol, cuando le hizo el favor de ir a recogerla al aeropuerto. La segunda había sido su prima lejana Hilda, madre de cuatro hijos, dependiente del Children and Families. La tercera había sido Yulitza. Flavia creía recordar que se llamaba así: Yulitza. En realidad, no la conocía. Fue una trabajadora social que encontró en casa de Hilda la tarde en que fue a visitarla, pero que le dijo “Quédate” como si la hubiese visto nacer. El cuarto había sido Pepe, su viejo profesor de música. Marisol era la quinta, y Flavia sospechaba que esto se debía a que sólo se había encontrado con cinco cubanos durante su viaje. Parecía que allí trocaban la Green Card por algunas expresiones bien aprendidas de extremismo.
Al principio, Flavia había tratado de explicar a algunos su decisión de no quedarse en la ciudad. Pero luego de discusiones medio alteradas y acusaciones de “qué tonta eres” de la tal Yulitza, decidió parar con las explicaciones. La tapa al pomo se la puso el infarto que le dio al profe Pepe. Se encabronó tanto cuando Flavia se sinceró con él y le dijo que no, que Miami no le parecía para nada el lugar de sus sueños y que el capitalismo era la misma mierda en todos lados, que ahí mismo le dio el patatús. El susto que pasó al ver a Pepe agarrándose el pecho con las dos manos, tosiendo hasta ponerse morado, convenció a Flavia de que conversar sobre economía política en Miami era tan inútil como aspirar a vivir el fin de la guerra fría. Todo el mundo necesitaba sus enemigos para sentir que había tomado las decisiones correctas en la vida. Por eso, ante los argumentos de Marisol, Flavia se limitó a asentir. Un infarto y quince días después de haber llegado, se sentía como atleta de alto rendimiento en evitar discusiones estériles. Ni siquiera tenía que prestar atención al discurso. Sabía que todos los detalles se diluían en una sola exigencia: “Quédate en Miami”. O “estey jir”, para decirlo en spanglish, idioma oficial de la ciudad.
Por eso pudo aguantar cinco minutos más de Marisol sosteniéndole la mano y bla, bla, bla, “rentas carísimas, pero bla, bla, bla; sin seguro médico, pero bla, bla, bla; plan familiar, deudas, pero todo buenísimo bla, bla, bla… bla”. “Gracias, Marisol, gracias”, dijo Flavia y se zafó por fin de la mano de su amiga, haciendo como si fuera a agarrar su iPhone para revisar un mensaje fantasma que quizá (meybi) había sonado.
“Oye, Mari —Flavia aprovechó el silencio brusco—, gracias por aceptar que nos tomemos este café. Sé que tienes mucho trabajo. Pero es que te quería preguntar si conoces a algún mexicano o a cualquiera que viaje a México antes del fin de semana y pueda hacerme el favor de llevarle un sobre a mi esposo”. Flavia se asustó con el estruendo de la carcajada nerviosa de Marisol. “¿Mexicano en Miami? Ay, Flavia, tú no sabes nada de la vida. Si quieres ver a algún mexicano, tienes que buscarlo en la construcción o trabajando en un campo o algo de eso”. Por algunos segundos, Flavia valoró la posibilidad de que “La construcción” fuera otra ciudad de la Florida que ella no conocía. Pero se acordó de Augusto, el marido de Marisol, porque alguien le había contado que desde que llegó trabajaba con una empresa constructora de condominios de lujo. “Ay, Mari, ¿y Augusto no conoce a ningún mexicano en su trabajo?”. Marisol se levantó de la mesa como si Flavia le hubiese mentado la madre: “Bueno, me tengo que ir. ¿Cuándo te vas? ¿Hay tiempo para otro café? Estoy ocupadísima, pero ocupadísima… Bueno, pero dime Flavia, mija, despierta, ¿cuándo te vas?”.
Flavia no dormía. Se había aletargado viendo otra vez las ráfagas de palabras que salían sin pausa de la boca de Marisol y preguntándose aún qué ciudad era aquella llamada “La construcción” de la que su amiga se negaba a hablar con tal vehemencia. “Flavia, mija, despierta”. “Ah, sí, sí, Marisol, me voy en una semana. Pero, bueno, quería encontrar a alguien que me llevara un sobre a México antes, porque si lo mando por mensajería vamos a llegar casi juntos”. Otra vez pareció que una corneta le tocara a Marisol la retirada. “Flavi, bueno, mi vida, me saludas a tu mamá”. Azorada, Flavia asintió otra vez. La mención de su madre muerta le hizo caer en cuenta de que llevaba demasiados años sin hablar con Marisol o que su amiga no le había prestado atención a nada de lo que ella le había contado durante el primer café cubano que se tomaron en la tierra del reencuentro.
Marisol se levantó de la silla y empezó a recoger sus cosas desperdigadas por toda la mesa. Era una ventolera de gestos y sílabas sueltas. Mientras guardaba su caja de cigarros verdes en la cartera dorada le contó a Flavia qué lindos hijos tenía una compañera de trabajo a la que Flavia no conocía, pero que seguro le encantaría conocer; agarrar el llavero con la bandera americana de diez centímetros le recordó que la colombiana que le había regalado aquella belleza tenía ocho perros, “¡ocho perros!”, en el patio de su casa. La fosforera de brillos morados trajo la mención de su jefa, una mujer de 52 años, embarazada y con las hormonas disparadas, que estaba muy alterada la pobre, pero que todo el mundo creía que el marido la estaba traicionando con otra, una compañera de ahí mismo de la oficina que Flavia tampoco conocía (por supuesto), pero que seguro que le encantaría conocer. Ella, la amante del marido de la jefa, era la que le había regalado ese abanico de encajes. “Sí, sí, me encantaría conocerla, bello el abanico”, respondió Flavia automáticamente mientras le empezaba a dar calor sólo de ver a Marisol ponerse su abrigo rosa, de espalda empedrada.
“¿Un abrigo, Marisol?”, le había preguntado cuando la vio enfilar al café bajo pleno sol de agosto, reservándose la crítica al tono fucsia y a las piedras. Pero al ver a la amiga ponerse el mismo suéter en la retirada, Flavia entendió al fin que Marisol llenaba con aquellos colores algo que le faltaba en la vida. “Bueno, mejor regreso al trabajo”, dijo otra vez con desorbitada seriedad la cubana de Miami, como si todos los detalles sobre aquella gente de otra galaxia la hubiesen conducido de manera natural al mismo pensamiento: “Pero piénsalo, estey jir y cuenta conmigo”.
Intercambiaron estruendosos besos. Flavia vio alejarse el abrigo rosa empedrado de Marisol. Suspiró. Era irónico que aquel “cuenta conmigo” se lo hubiese dicho la misma mujer que dejó tres días en visto su mensaje de WhatsApp antes de aceptar aquel café. En la distancia, Marisol se volvió un abrigo rosa con dos piernas, luego un abrigo rosa sin piernas, una mancha brillante, una calle desconocida. Flavia hizo un gesto rápido al mesero para pagar la cuenta. Desde la barra, él le gritó: “Ya pagó tu amiga”. Flavia en un reflejo incondicional, para defenderse del alarido, se encogió de hombros. Al ver el gesto, el mesero entendió que ella no lo había escuchado. Se esforzó y gritó más alto: “Que ya pagó tu amiga, ¡ya pagó!”, a la vez que frotaba el dedo índice de su mano derecha con el pulgar y se pasaba la mano izquierda abierta por la base del cuello como si fuera un cuchillo en acción: “Que-ya-e-lla-pa-gó”. Entre aquellos gritos de amabilidad que bien podían ser amenazas de muerte, Flavia salió del café retando a la velocidad de la luz. Trató de ocultarse entre las sombrillas de las mesas, entre la gente que se tomaba otros cafés, tropezón a tropezón, hasta que se vio en la acera del edificio, y por suerte (eso sí adoraba de Miami) frente al mar.
Cruzó la calle. Desanduvo la acera rumbo a la arena y sintió el calor de millones de cristales de roca cerca de sus pies. Se quitó con cuidado las sandalias nuevas. Pensó que en ese mismo punto del universo podría pasar toda la tarde, con los pies desnudos desgranando pequeños granitos de sal. En realidad, tenía toda la tarde para estar allí. Los libros raros que había venido a buscar al Museo Pérez los había escaneado dos días antes; la misma tarde en que consiguió un acuerdo que iba a hacer crecer mucho el negocio. Y le quedaba todavía una semana para conocer cada pedacito de Miami Beach. Le había prometido a Esteban que disfrutaría el viaje, “sobre todo del mar que tanto extrañas”, “sobre todo el mar, mi amor”, y se dieron el último beso a la entrada de la aduana. La paz volvía cuando pensaba en Esteban. Él tan sereno, qué diría de aquel torbellino de gente y recuerdos con los que se había encontrado su mujer. Pensar en Esteban la alejaba cada vez más de la cantaleta de Marisol, del infarto de Pepe, de los gritos de aquel mesero en el café, de la extraña caricatura de La Habana que creía ver a cada paso.
Los gritos a su espalda la devolvieron de golpe al calor de la arena. “¡Flavia! ¡Flavia!”. Era Yelenis. “Muchacha, pero de verdad que esto nada más que pasa en Miami, tú sabes lo que es encontrarte así en la calle”. Se abrazaron sinceramente. “Yele, pero qué bueno verte, qué guapa estás”. “Pero flaca, ¿cómo no me habías dicho que estabas aquí en Miami? ¿Quedada o de visita?”. “Ay, Yele, mija, si es que vine poquitos días y yo pensé que tú seguías en Brasil”. “No, niña, no pude renovar mis papeles de residencia allá y tuve que salir echando pa’ acá hace como dos años porque pa’ Cuba no volvía ni muerta. Pero, vamos, vamos a sentarnos en la orilla de la playa. ¿Tienes tiempo? Mira eso qué clase de casualidad. Yo vengo todos los días a este mismo lugar a ver el atardecer”.
La alegría del encuentro se disipó pronto. Quince minutos después del primer abrazo, Yelenis se convertía en la sexta persona en Miami que repetía las mismas consignas: “¿Qué tú te vas en una semana? ¿Tú estás loca? Oportunidades como ésta no se dan dos veces en la vida, Flavia, quédate, muchacha, ésa es la mejor decisión que yo he tomado en mi vida”. A Flavia, sin embargo, le quedaba menos paciencia. “Bueno, Yelenis, ni pierdas más tiempo con esa cantaleta ni estey jir ni estey dear, que yo no me voy a quedar en Miami”. Yelenis siempre le había parecido más inteligente que Marisol, aunque a las dos amigas las había dejado de ver por la misma época, cuando empezaron a estudiar cada una carreras distintas en la Universidad de La Habana. Como la última tarde en que hicieron coincidir sus tiempos para juntarse en el Malecón, en Miami la tarde comenzaba a caer sobre el mar, frente a ellas. La costa sur de la Florida es un lugar muy raro. Regala los atardeceres anaranjados más hermosos del mundo, pero como está atravesada en el Atlántico, no se dibuja en ella la silueta del sol para tocar el horizonte. Quizá por eso aquí los migrantes cubanos nunca se curan de sus fantasmas de Cuba. Porque a la copia de su país en la que han convertido la ciudad, le sigue faltando la figura del sol estoico que se funde cada tarde en el mar.
Flavia sintió que era innecesario un silencio tan incómodo: “Mira, ¿conoces a alguien que viaje esta semana a México?”. “Haces bien”, le respondió Yelenis. “¿Qué?”. “Que haces bien en no quedarte aquí. Yo vine de Brasil porque no tuve más remedio. Pero esto es duro, Flavi, esto es durísimo. Y no, no conozco a nadie que viaje ni que no viaje a México, estoy prácticamente sola. Esta ciudad es una máquina de moler gente, una máquina de trabajo, una mierda con colorete”. “Yele, ¿y tú tía? ¿No estaba aquí desde hace años?”. “Sí, sí, pero ya casi nunca nos comunicamos, ella tiene sus cosas, su trabajo, sus nietos, ya sabes, su vida”. “¿Y hablas con Marisol a menudo?”. “No mucho, los días de su cumpleaños, los forth-of-yulai y fechas así”. “¿Sabes si ella sigue con Augusto?”. Lo más extraño de todo es que el naranja del atardecer de Miami siempre se vuelva más intenso un segundo antes de desaparecer. “Sí, sí, respondió Yelenis, sigue con el Augusto, pobre, tremendo jan que se está metiendo en la construcción, siempre está trabajando, pero la monga de Marisol dice que para que el banco no le quite el crédito del carro tiene que decirle a todo el mundo que Augusto es arquitecto y gana un varo”. “¿Y eso, Yelenis? ¿Entonces cómo paga el carro?”. “No lo paga ella, niña. Dicen que se lo paga un mexicano ahí, gerente de un banco, con el que anda pegándole los tarros al pobre de Augusto. ¿No viste que hasta se puso tetas de silicona?”. Las dos rieron con todo el cuerpo, rieron sin prisa, con sus recuerdos. Flavia encontró en la anécdota cierto sabor a una venganza menos dramática que el infarto de Pepe.
El gris ocupó todo el horizonte. “Maní, manicero, manicero, maní”, creyó escuchar a lo lejos, en la calle o en su adolescencia habanera. ¿Un manicero en Miami?, iba a preguntarle a Yelenis, pero la amiga anunció sin preámbulos que se marchaba. Ando en bicicleta, dijo. No quiero que se me haga muy noche, dijo. “Sí, mija, yo también tengo que irme”, fue la respuesta de Flavia, sin aclarar que irse, “irme”, significaba irse de la playa, de Miami, de Estados Unidos, que “irme” era cambiar su boleto de avión hacia México para la mañana siguiente, o esa misma noche, “lo más pronto posible, por favor”, le diría a la mujer de la aerolínea (siempre esas llamadas las contestaban mujeres). Alertas de la posibilidad de que aquello fuera otra despedida, en el siguiente abrazo las dos amigas se extrañaron al no reconocer en el cuerpo de la otra la delgadez que permanecía intacta en sus memorias. “Qué bueno verte, flaca”, retó Yelenis a la extrañeza. “Qué bueno verte, amiga”, la volvió a abrazar Flavia y le pellizcó una nalga. Eran las mismas y eran muchas otras.
Flavia vio el short negro de Yelenis dando salticos en la arena tibia, alejándose entre las palmeras del catálogo turístico, en más silencio del que había anunciado su llegada. Un poco más allá del nacimiento de la banqueta le pareció ver también la silueta de una bicicleta, oxidada y solitaria, amarrada a un poste. Pensó otra vez en Esteban y en lo feliz que se pondría de que ella misma llevara los papeles de cooperación firmados, aunque eso significara que había renunciado a sus días extras en Miami Beach. Con el cambio de vuelo era seguro que llegaría a tiempo a la Ciudad de México para cenar con los accionistas del negocio que ella y Esteban habían abierto cinco años atrás. Aquel era su mayor éxito, el que le había pagado su viaje a Miami, su hotel, su Uber para ver a la prima Hilda, sus sandalias nuevas, aquel era el éxito sobre el que no había tenido oportunidad de contarle a ninguna de sus viejas amigas, o sobre el que quizá les había contado sin que ellas la escucharan. Quién le iba a decir que tan lejos del mar, en aquella ciudad desértica y superpoblada, a la que había llegado como estudiante de intercambio a los 20 años de edad, iba a ser donde más cerca se encontraría de ella misma. Aunque debía reconocer que tal vez el problema no era el mar, quizá su problema era Miami, una copia demasiado idéntica de La Habana, donde, sin embargo, faltaba siempre algo, tal vez, quién puede asegurarlo, la silueta naranja de un sol estoico derritiéndose cada tarde sobre el horizonte. Flavia sacó su iPhone del bolsillo y se hizo una selfie. No quedaba gris. En la pantalla del teléfono todo era negro. “Está bien así”. Había momentos que era necesario preservar forever.

SOBRE LA AUTORA
Dainerys Machado
CUBA
“La literatura es lo que más disfruto en esta y otras vidas, ya sea como lectora, escritora, editora, crítica”, reconoce la cubana Dainerys Machado (La Habana, 1986), una representante de la fusión entre literatura y periodismo, entre la relación entre la creación y la realidad que nos rodea en nuestro día a día.