No creo en Dios, lo digo honestamente y sin querer levantar revuelo. Pero en el mes de octubre de hace dos años creí en él a través de los ojos de Georgina. Supongo que presencié un milagro divino o de la ciencia: mi prima, que estaba enferma de cáncer, sanó repentinamente y la dieron de alta en la clínica. Llevaba internada dos semanas en estado terminal y de pronto se quitó la sonda de la boca, se levantó de la cama y nos avisó que se encontraba mejor que nunca.
Se lo detectaron cuando tenía diez años y estuvo más de dos enferma. Al principio los médicos creyeron que el absceso era benigno. Todos pensamos que se lo había hecho la tarde que se le atrancó la bicicleta en una alcantarilla y cayó al suelo de cuernos. Mi tía decidió internarla para que le extirparan el tumor. Pero al paso de unos meses el tumor que había tenido el tamaño de una pelota de ping-pong creció más y se le extendió hasta el hombro.
Rabdomiosarcoma alveolar, eso es lo que había dicho el médico. Y era mejor amputarle el brazo o el cáncer pasaría a la cabeza. Mi tía se limpió las lágrimas y luego de un largo silencio se negó a la intervención. Viajaron de ciudad en ciudad en busca de médicos que pudieran darle el tratamiento. Algunos le informaron que sólo retardarían lo que ya era un hecho. Si quiere que le sea muy honesto, dijo el más condescendiente, es mejor que la niña soporte la enfermedad a que la prive de su manita.
Cuando pensamos que todo estaba perdido, el tío Rubén nos habló de un oncólogo que trabajaba en una clínica de San Luis Potosí, de tratamientos innovadores, incluso de aparatos sofisticados que podrían curar a mi prima en días. Nuevamente se encendió la esperanza en la familia y todos pusimos dinero para agotar las posibilidades. Hasta yo rompí mi alcancía y regalé lo que había ahorrado para Navidad. Mi tía llevó a Georgina a ese hospital y en menos de un mes se recuperó con quimioterapia. Cuando la trajeron a la casa de los abuelos, la vimos en su silla de ruedas entrando por la puerta principal. Lo que antes habían sido sus cabellos como rayos de sol, ahora eran hilos cortados. Y los esteroides, porque tenía que consumirlos para aguantar la quimioterapia, la ensancharon como a un chico que no para de comer.
Georgina conoció muchos hospitales, médicos y enfermeras. Jamás tuvo novio; supongo que tampoco besó a nadie y creo que mucho menos llegó a ponerse borracha. Y cuando la daban de alta en el hospital casi no le gustaba salir de casa. Imagino que pensaba: por qué debo salir si allá afuera no hay con quien compartir mi vida. O no salía porque las quimioterapias le bajaban las defensas y temía que cualquier gripe se le transformara en pulmonía. Lo que sí sé es que no disfrutó su vida o al menos lo que uno presupone es disfrutarla. En cambio, se entregó a la religión cristiana y quizá por eso estoy contando su historia.
Todo comenzó cierta mañana en la que se levantó de la cama porque dijo haber tenido un sueño revelador. Se puso la gorra de su equipo favorito de futbol, su ropa deportiva y la bufanda, y se montó en su silla de ruedas para ir al templo. A su regreso su madre la notó alegre, como si de pronto toda su enfermedad hubiera sido eliminada por la luz religiosa.
Desde esa vez mi prima empezó a ir al templo a diario: por las mañanas, por las tardes. Y sólo regresaba a casa cuando cerraban las actividades. Su carisma poco a poco empezó a brillar y se fue entregando al cariño de los niños de la comunidad cristiana y del pastor. Claro que hubo algunos, como mi padre, que se atrevieron a decir que le daban ese trato por compasión. Creer hoy en día en las bondades religiosas es como creer que el Atlas por fin ganará el campeonato de futbol. El caso de la niña está perdido y ellos sólo quieren suavizarle la muerte. Que no le sea tan dura la caída. Mi padre decía eso no porque fuera ateo. Va a misa todos los domingos, reza y da diezmo. Es de la filosofía realista, suele explicar mi madre cada que él dice algo que no nos parece.
Durante ese año pasaron muchas cosas. Georgina visitó junto al pastor rancherías donde no llegaba el agua potable, ni había escuelas, ni casas con techo de concreto. Juntaron despensas de comida para dárselas a todos aquellos que no tenían. Después crearon un proyecto de fundación para niños con cáncer. Algunas empresas privadas se interesaron en financiarlo, pero sólo fueron promesas que no se realizaron. Y el pastor, al ver que la energía de mi prima no menguaba, que crecía cada que veía comunidades desahuciadas, enfermos terminales y su desapego a la religión cristiana, idearon que la fundación se llevara a cabo en el templo y le pidieron que contara su experiencia con el cáncer a los creyentes y a los familiares de los niños enfermos. Diario planeaba lo que iba a decirles, escribía en su libreta sermones y más sermones con los que les daba aliento e invitaba a todo aquel que había perdido la fe a que no renunciara, aunque sintieran cercano el final del camino.
Algunas personas aún dicen que, cuando la escuchaban o eran tocados por ella, sentían una sensación de alivio y tremendas ganas de seguir en pie. Todavía en algunos barrios se sigue contando la historia que pasó con el hombre de La Compañía. Dicen que hubo una balacera cerca del templo y en pleno servicio entró un herido. ¿Por qué no lo enviaron directo al hospital? Es algo que no sé, como tampoco sabría explicar por qué Georgina, que de siempre le tuvo tanto miedo a la sangre, jaló su silla de ruedas hacia sí, se montó en ella, se condujo hasta él y abrazó el cuerpo acribillado. Lo que sí sé, y lo presumo porque lo cuentan todos los del barrio, es que la madre del herido estaba presente porque era cristiana y se calmó en cuanto vio que su hijo dejó de sangrar. ¡Aleluya!, gritó el pastor. ¡Aleluya!, corearon los feligreses. ¡Cristo Nuestro Señor está aquí, entre nosotros! Y la madre intentó decir algo, pero fue interrumpida por su propio llanto. Dicen también que nadie entre las bancas del templo podía creerlo, que se escucharon cuchicheos, oraciones y hasta los sollozos de una que otra creyente, y que las preguntas y las figuraciones se silenciaron con el rasgueo de las guitarras, el sonido de los panderos y los cantos de los niños músicos.
El hombre de La Compañía visitó a Georgina cuando estuvo recuperado. En la sala de su casa se hincó frente a ella y le entregó un maletín. Le besó las manos y le dijo: te doy las gracias por haberme sanado. Después le regaló tres puntas de bala unidas por una cadena de oro. Se las colgó en el cuello y agregó con voz mojada: cualquiera de La Compañía que te lo vea puesto se hincará frente a ti porque eres nuestra protectora. Mi prima sólo lo abrazó como si abrazara a su madre, a mí o a uno de los del templo.
Desde esa vez Georgina tuvo muchos nombres para cristianos, católicos y no creyentes: Sanadora de los Pistoleros, Niña de las Manos Santas y Virgen de La Compañía. Y durante semanas, sicarios, familiares, vecinos y policías le dejaron flores, regalos y cartas con oraciones en la puerta de su casa. Supongo lo hacían con la intención de que ella velara por sus vidas, les mostrara la luz donde todo está oscuro, porque Georgina dedicaba sus noches a leerlas, a abrir los regalos y a implorar, siempre a implorar, por los que se convertían en sicarios sin siquiera desearlo, por los que mataban sin siquiera odiar, por los perdían a sus familiares y sólo los reconocían entresueños. Los niños del barrio la ayudábamos a regar las flores para que no se secaran y sus primos le ordenábamos las cartas o se las leíamos en voz alta. Georgina sonreía mucho más que otras primas que sí tenían novio, que se ponían borrachas en las fiestas y que sí disfrutaban su juventud, o al menos lo que se dice es disfrutarla.
Fue entonces cuando el padre de Georgina se fue de la casa y se llevó el maletín que le había regalado La Compañía. Mi tía dijo que no había que preocuparse. Sólo las había dejado momentáneamente para conseguir una cura, pronto regresaría, pronto. Y ese pronto tardó demasiado. Y quizá por la ausencia del marido mi tía también comenzó a entregarse a la religión en cuerpo y alma. Madre e hija oraban en el templo, en su casa, incluso en el hospital y cantaban las canciones que Georgina escribía en su libreta. El pastor siempre les daba aliento: son pruebas de Cristo Nuestro Señor, hijas. Tenemos que aceptarlas y aprender a vivir con ellas.
Pasaron unos días y Georgina dejó la silla de ruedas y volvió a caminar, a convivir con los primos en las fiestas familiares. Nosotros la invitamos al cine en varias ocasiones, a comer helado y a cenar. Quisimos hacerle un regalo y salimos a pedir dinero a las calles. Gracias a la colecta compramos unas pelucas para el día de su último cumpleaños. Una pelirroja y otra rubia. Ella dijo que no las necesitaba. Que se estaba aliviando y pronto crecerían sus cabellos.
El pastor estaba orgulloso de ella. Decía: lo que Cristo Nuestro Señor está haciendo con esta niña es una maravilla. Primero lo del muchacho que sanó y luego lo de su milagrosa recuperación. Y ahora no ha querido las pelucas que le regalan los niños. Sabe que si el mandato del Señor es tenerla así, obedecerá las órdenes como una fiel.
Poco después Georgina volvió al hospital con una infección en la laringe. Luego se le vinieron los problemas pulmonares y las punzadas en las sienes que le recordaban que el cáncer no había desaparecido. Una resonancia médica indicó que había invadido su cabeza y tenían que operarla de urgencia. Pero tras un nuevo diagnóstico se suspendió la intervención. El especialista dijo que podían meterla al quirófano, pero no prometía mucho. Mi tía se negó, se encerró en el baño y al salir nos pidió que la dejáramos sola.
En el hospital Georgina hablaba entresueños. Decía: esto huele a mierda y debajo hay un montón de niños con moscas y gusanos. Han sido tiempos duros para todos. Seguro lo has de saber por mis cartas. Nosotros merecemos las tantas muertes, las tantas desapariciones, el humo que oscurece, que ahoga la casa. Aquí donde no entra la luz ni el sonido. El pastor pedía con frenesí, aseguraba que eran blasfemias porque la lucha apenas comenzaba. El demonio está presente, hijas, y se quiere llevar a la niña a un peor lugar. Oremos, oremos por su alma. Oremos por todas las almas que se están perdiendo día con día.
Mi prima alzaba la voz. Decía: quiero mi silla de ruedas, yo soy quien va a limpiar la mierda que hay afuera. Dénmela, por favor. Me duele, en verdad me duele, llévame al hospital, la sangre no para. Después hacía una pausa. Nos hacía pensar que ya no estaba con nosotros y seguía: el baño, el baño ha desaparecido, ¿quién se ha robado mi baño? Yo no pienso volver a ese puto pueblo para cargar reses desolladas, ni brincar a casas de muertos de hambre. Por favor, en realidad no sabes, no te haces una puta idea del infierno, del maldito infierno que estoy pasando en el trabajo. Por último se inclinaba un poco y el vómito se le venía.
Es el efecto de la morfina, ya se le está pasando, aclaraba mi tía. Y empezábamos a relajar a Georgina con toallas mojadas y hielo, mucho hielo debajo de las sábanas, que pronto se le derretía. Y también dábamos masajes a sus manos y piernas para quitar los calambres.
Cerca de la madrugada el hospital estaba en silencio, muy pocos familiares se encontraban en el andador de espera. Georgina me pidió que me acercara. Cuando estuve con ella, me dijo ya es el momento. Intentó coger algo de la mesilla de noche, no pudo y sólo murmuró: quiero a mi mamá. Salí corriendo de la habitación y busqué a mi tía en el andador. La busqué en los baños, en el pasillo de oncología; las enfermeras tampoco sabían nada de ella. Y grité su nombre, pero no obtuve respuesta. Regresé a la habitación y supuse que mi prima estaría de pie, contemplando por la ventana los primeros colores del amanecer. Su sonrisa sería grande, tan grande como el sol que solía atravesar las tardes en el racho de los abuelos, las tardes que los primos jugábamos a las escondidas y nadábamos en la pileta. Pero seguía en su cama. Miraba el techo, le temblaban las manos y sudaba. Me hizo una seña para que me inclinara. Y cuando me acerqué, puso su mano en mi cara y sentí tibieza, como cuando el pastor te inicia en la fe cristiana. Y entendí que Georgina estaba a punto de quitarse la sonda de la boca. Que se levantaría de la cama y me avisaría: no pasa nada, primo. Mira, estoy mejor que nunca. Pero en vez de eso, agarró mi mano y me dijo: vamos, papá, la vida no te ha traicionado y tú no has traicionado a nadie. Y me apretó como si se estuviera despidiendo.

SOBRE EL AUTOR
Joel Flores
MÉXICO
“Me gustan las distancias cortas como las largas: escribo cuento como si fuera velocista y novela como si fuera fondista; aunque algunas veces elijo distancias intermedias, como los artefactos narrativos”, explica el mexicano Joel Flores (Zacatecas, 1984).