Los loros de la esquina¹

SEBASTIÁN OCAMPOS

Jamás imaginé que robaríamos al loro viejo de la casa de la esquina, donde vivían la pareja de ancianos gordos y su hijo joven, también con demasiados kilos encima, de treinta años. Ninguno de ellos saludaba a nadie. Y conste que los tres se sentaban desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche en el patio del frente. Con la mirada provocaban una especie de “ni siquiera pisen mi vereda” a quienes intentábamos caminar por ahí. La sentíamos en todo el cuerpo, como si nos rociaran con una manguera, y no teníamos más opción que cruzar a la otra vereda, donde sí nos dejaban pasar tranquilos. 

Ahora, casi una década después, las cosas han cambiado, aunque no tanto. La pareja de ancianos y su hijo aún viven. Los ancianos están más viejos y el hijo acumuló el doble de los años que pasaron a la misma velocidad con que yo crecía. Sí cambió el negocio que estaba enfrente de la casa de la familia pesada (así llaman los vecinos a ya saben quienes): de ser un pequeño bar de empanadas, gaseosas y cervezas, a ser una pequeña heladería, donde también se venden empanadas, gaseosas y cervezas, pero se le hace más publicidad a los helados. Para explicar esto basta decir que vivimos en Asunción. Los otros cambios empezaron a construirse desde hace años: son las mansiones (las fortalezas, según Demóstenes) con murallas de tres a cuatro metros de altura. Antes pensábamos que esa altura se debía a que los dueños no se sentían seguros y que, además, no querían que nosotros, los del barrio, supiésemos de qué hora a qué hora se sentaban en sus patios frontales, algo beneficioso… pues si se parecían a la familia pesada…            

Aquella tarde que robamos al loro viejo yo tenía casi siete años. En verdad jamás pensé que lo haríamos. Estábamos sentados en la escalera, Granizado (por sus muchos lunares oscuros en toda su blanca piel), Demóstenes (así lo llamaba su papá) y yo, Pomber (por lo morocho), frente a la casa de Granizado sin saber qué hacer, como en muchísimas tardes en las que se sentía demasiado el calor y los adultos nos prohibían ir a la placita a jugar al fútbol porque la televisión decía cada media hora que debía respetarse el horario si uno no quería que el sol le dañara. Nosotros defendíamos la postura de que sol no nos dañaba cuando jugábamos, pero al final siempre nos obligaban a respetar el inflexible horario. Eran las dos de la tarde. A partir de las cuatro nos darían permiso. Esperábamos con ansias contenidas poder salir a jugar. Entonces Granizado sugirió que liberáramos al loro viejo de la esquina. Demóstenes le preguntó con mucho esfuerzo qué quería decir con eso. Vamos a robar al loro, bueno, no robarlo, sino sacarlo de la jaula para que se vaya de ahí, respondió sin mucha convicción. Demóstenes y yo, en cambio, apoyamos la idea, ¡entusiasmados como nunca!  

Sin pensar en una estrategia fuimos hasta la vereda de la casa de la esquina. Nadie estaba sentado en el patio del frente. Era la hora de dormir la siesta. El loro viejo nos vio sin emitir ningún sonido de alerta, como lo solía hacer a veces. ¿Sabía que pensábamos liberarlo? Granizado nos organizó: él entraría con Demóstenes para abrir la puertita de la jaula y sacar al loro viejo, mientras yo me encargaba de la vigilancia. Entraron. Yo me fijaba en ellos en vez de vigilar. Para alcanzar la jaula, Demóstenes ayudó a elevarse un poco a Granizado, quien me miró como si dijera que no podía abrir la puertita y, por lo tanto, traería la jaula completa. Demóstenes se asustó y tartamudeó que no hiciéramos eso, pero Granizado ya había saltado la baja muralla con la jaula en la mano y, despavoridos, los tres nos echamos a correr. 

Llegamos a la casa de Granizado y nos sentamos en la escalera del frente. La jaula tenía muchos alambres rodeándola. Los quitamos de a poco, con cuidado. Entonces Demóstenes se dio cuenta de que el loro viejo no tenía alas, o sí, pero cortadas. Y nuestra idea de liberarlo cayó al piso. Miramos al pobre loro viejo (lo llamábamos viejo porque vivía con los viejos, no porque fuera viejo) y no pudimos hacer otra cosa más que sentir lástima.  

Pasaban los minutos y seguíamos quitando los alambres cuando el hijo gordo se presentó como una aparición. Se encontraba en la vereda observándonos fijamente y nosotros dentro de la casa, tratando de reponernos del tremendo susto y de esconder nuestros rostros culpables. Nos dividía el portón de varillas de hierro que por suerte estaba llaveado. Granizado y Demóstenes cubrían la jaula con sus cuerpos. El hijo preguntó si teníamos su mascota. Los tres negamos a coro y movimos varias veces la cabeza de un lado a otro. Insistió. Volvimos a negar. Dijo, con un tono de adulto amenazante, que entraría a la fuerza. Y en ese preciso instante nos acobardamos. Granizado se levantó, me miró, después a Demóstenes, y los tres llegamos al acuerdo visual de devolver al pobre loro viejo. Nunca averiguamos cómo el hijo gordo supo que lo teníamos. 

Ha pasado casi una década de ese fracaso. Desde hace mucho tiempo perdí la comunicación con Demóstenes y Granizado. Los dos se mudaron del barrio un par de años atrás. No volvimos a hablar, salvo en las rarísimas ocasiones que nos vemos por casualidad. Lo malo de dejar de conversar es que se pierde la amistad que uno pensaba eterna. En las veces que nos encontramos nos saludamos como si nunca hubiésemos sido amigos inseparables. No recuerdo cuándo conversamos por última vez todavía siendo amigos. Ahora se podría decir que somos conocidos, pero nos presentamos como amigos y con nuestros nombres a los nuevos amigos.  

Meses atrás estuve muy nostálgico. Quería volver a hacer algo de todo lo que hacía de niño y no se me ocurrió otra cosa que liberar a los loros de la familia pesada. ¿Ya conté que el loro viejo murió y compraron dos loros nuevos? Mi misión era liberarlos de la pequeña prisión y sus grandes propietarios crueles. Sabía que lograría mi objetivo. Lo planifiqué todo teniendo muy en cuenta el anterior fracaso.  

Lo hice de madrugada, cuando estaban completamente dormidos. Me fijé en cada detalle y casa vecina para estar seguro de que nadie me descubriera. Subí la misma baja muralla y los loros, tal como el loro viejo, no emitieron ningún sonido de alerta. Levanté los brazos intentando bajar la jaula y me di cuenta de que la habían amarrado con cables a la madera, obligándome a quitar de a uno los alambres que rodeaban la jaula. Tras varios minutos de trabajo intenso, pude abrir la puertita. Saqué a los loros y los metí en un bolsón negro grande. Salí del lugar como si nada y fui caminando a casa.  

En el patio del fondo vi lo que presentía. No me preocupé. Los loros y yo esperamos pacientemente que crecieran sus alas. Mientras tanto, vivían libres, aunque su libertad se limitaba a veinte por diez metros cuadrados. Todos los días los alimentaba con muchas frutas. Al parecer se sentían bien, pues nunca se quejaron. Me pasaba las tardes observándolos: ambos plumíferos eran hermosos ejemplares y formaban una pareja. Casi siempre estaban uno al lado del otro, cabeza contra cabeza. Los veía inseparables.  

No sé cuánto tiempo después dieron las primeras muestras de vuelo, de muy poca altura y distancia. Me pareció que daban aletazos como si nunca lo hubieran hecho. Pensé que estaban empezando de cero y nada podía ni debía hacer para ayudarlos. Aprendieron solos y lo hicieron bien, como todos los animales cuando no nos entremetemos en sus vidas. Los seguía de cerca para saber si avanzaban, y a distancia para no molestarlos.  

Cuando por fin vi sus vuelos perfectos, sentí una felicidad tan inmensa que quería compartirla con el mundo entero, sobre todo con Granizado y Demóstenes. ¿Se alegrarían si supieran que hice lo no posible casi una década atrás? Ojalá que sí. ¡Seguro que sí!  

La primera vez que volaron y no volvieron en el día fue hace dos meses y algo. Cuando regresaron, me acerqué a ambos diciéndoles que los había extrañado muchísimo, que los quería y que estaba feliz por verlos volar y ser libres. Me escucharon. Y sentí que ellos también me echaron de menos. 

La segunda vez que volaron y no volvieron en el día, no regresaron más. Los extrañaba como nunca. Todos los días iba al patio a la misma hora del retorno anterior, miraba el cielo y no estaban. Ya no estaban. Quería verlos, aunque siempre supe que debían irse y disfrutar de sus vuelos en otros lugares más lindos y exóticos, acorde con ellos.  

Uno de los peores días de mi vida lo sufrí anteayer. Iba en dirección a la casa de la familia pesada cuando se me ocurrió caminar sobre su vereda y aguantarme las miradas de los tres individuos más despreciados del barrio. Entonces, sin saber por qué, miré a mi derecha buscando la jaula y a los loros… Jamás lo hubiera imaginado. Ahí estaban, de nuevo en la pequeña prisión y con las alas cortadas. No entendía cómo los capturaron. Me acerqué a los ancianos, los miré fijamente a los ojos y dije: Hola, e hice una pausa. No me saludaron. Con mucho esfuerzo, como Demóstenes, pregunté si los loros eran nuevos, si los habían comprado. No, son los de siempre, respondieron. ¿Y cómo hicieron para recuperarlos? Los mismos loros regresaron volando hace tres o cuatro días, de tarde, ya cerca de la noche, cuando nosotros estábamos sentados aquí, sí, aquí mismo. 

 

 

 

SOBRE EL AUTOR

Sebastián Ocampos

PARAGUAY

Este escritor y editor paraguayo (Asunción, 1984) empezó “garabateando poemicidios” dedicados a las chicas que le enamoraban. Años después, y con carreras en administración, edición y escritura, ya ha participado en seis antologías de cuentos publicadas en Paraguay, Argentina, Brasil… y también tiene escrita una novela inédita.

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