Levántate, el abuelo murió.
Levántate.
Levántate ya.
El avión se irá sin ti. Nadie sabrá que no estás. Otra persona ocupará tu asiento. Un músico, como los del metro, con un clarinete o una guitarra esférica de lata. O una ¿qué dijo? Soy maratonista, dijo, y tú ni siquiera entendiste, aunque por vergüenza no le preguntaste. Fue hace un mes, al llegar a esta ciudad. Subiste al avión, el que te trajo, y ella, la maratonista, se sentó a tu lado. Durante el vuelo repasaste lo que tenías que hacer. Recoger la maleta, una sola, con botas, abrigo, traje formal; tomar el bus, y en la ciudad el metro que te dejaría a dos calles del 660. Recuerdas la corriente metálica del aeropuerto. Tu maleta era pesada, sin ruedas. Querías jalar un carrito, pero no pudiste sacarlo de la fila. Intentaste y éste se resistía, pegado al anterior, con un ruido de mandíbulas fracturadas. Recuerdas la autopista, iluminada únicamente por anuncios publicitarios con números de teléfono largos, extraños. Recuerdas haber mirado los edificios en lo alto sin distinguir qué era luz y qué cemento y en la calle a un montón de gente apretujada con cobijas sobre los hombros.
Había humo de fogatas. Bajaste al metro, prevenida, dudando sobre las profundidades a las que se puede llegar. Las escaleras de entrada conducían a una plataforma que no era la tuya y, todavía más abajo, a la siguiente. Imaginaste los trenes, la calle, los carros, los postes arriba. Te quedaste frente a unos azulejos hasta que el metro apareció y, a pesar de que el vagón estaba vacío, cargaste la maleta como si fuera una criatura enferma. Recuerdas el tatuaje de un hombre. De la mano al codo. También tenía tatuados los dedos. Subió una muchacha alta, negra, con el pelo trenzado hasta la cintura y un vestido dorado y sucio. Gritaba a alguien que sólo ella veía. De repente se dirigió a ti, no a ti en particular, sino al lugar donde tú estabas, y continuó gritando. Desviaste los ojos hacia el tatuaje, el hombre te guiñó y sonrió con una boca sin dientes. Recuerdas el frío, todo palpitaba. La calle del 660 estaba desierta. Una voz en la oscuridad se ofreció a llevar tu maleta y apuraste el paso. Buscaste el apartamento en el interfono: Soy la nieta del señor Campos.
El abuelo te dio la dirección. Lo hizo sin explicar nada, sin explicar por qué conocía a una mujer en una ciudad extranjera. No era que el abuelo no hablara, hablaba mucho. A la hora que fuera su voz se escuchaba, siempre para sí mismo porque lo único que quedaba de la abuela era un retrato en el pasillo. Mientras daba de comer a los animales, mientras cortaba la tela para hacer un pantalón, mientras esperaba el fresco de la tarde. Hablaba por gusto, no por locura. Pero nunca sobre la mujer. Leíste el papelito: Angélica. El apellido no lo pudiste pronunciar. Un apellido con varias consonantes seguidas y ninguna vocal para reposar el sonido. Alargaste la cara tratando de darle forma, convertir las dobles úes en úes, las zetas en eses, las cas en ces, y el abuelo dijo que el nombre bastaba.
Angélica bajó a abrir. Era tan vieja como el abuelo, pero su vejez estaba oculta. Tenía la cara cubierta de polvos y la combinación de ambos blancos, el de la piel y el de los polvos, le daba aspecto de medusa de mar. Los labios rojos, las cejas finitas, curvas. La creíste calva. Llevaba una red en el cráneo y una bata con un jazmín enrollado que le subía hasta el mentón. Los mismos ojos de Campos, dijo. Tus ojos no podían ser más distintos. No había cuartos en el apartamento, sólo un espacio de paredes resquebrajadas con fotos en marcos o pegadas con cinta. Cajas arrinconadas a medio abrir. Una colección de porcelanas, focas de porcelana, geranios de porcelana, violines de porcelana. Un coro de niños, hombres y mujeres abrazados. Duermo hasta el mediodía, dijo Angélica.
Te acomodaste en un sillón. Creíste escuchar una pelea de gatos, el crujido de la madera, un estornudo. El sueño se había ido para siempre. Amaneció. El pie de Angélica, huesudo, verdoso, se asomaba entre la sábana. Con la fuerza de una convulsión quisiste regresar al pueblo. La voz del abuelo sonó en tu cabeza: Ni se le ocurra, que aquí no hay más que pollos. Saliste. Antes, dudaste sobre usar el traje. Podrías encontrar un letrero de SE NECESITA VENDEDORA y lucías mal. No te habías visto en un espejo, pero lucías mal. Contando la última noche en tu casa, llevabas dos días sin dormir. Era invierno en la ciudad. Sólo que tu invierno, el del pueblo, era una tarde de lluvia y acá un brillante cielo azul. Nadie está triste bajo un brillante cielo azul.
Había poca gente. Estarían bajo tierra, en el metro. Entraste a una frutería, la fruta que querías tenía otro nombre, uno que nunca habías oído. Estuviste de pie, señalándola en silencio. Durante un mes has hecho eso, señalar las cosas, infringir la propia mudez. Aún no sabes si es más cómodo así. Esa mañana la ciudad olía a detergente, el frío la hacía parecer recién lavada. Estaba quieta y a la vez vibraba. Las cosas eran como las que conocías con pequeñas diferencias, el asfalto de la calle, un poco más gris, las patas de las palomas, un poco más largas. Árboles sin hojas. Entonces, en una rama huérfana apareció la primera guacamaya. Pensaste que era una flor roja que se resistía al invierno. Te acercaste. La guacamaya giró la cabeza, las plumas formaron pliegues como si una mano le hubiera pasado por el lomo y sacó su lengua renegrida.
Ves guacamayas. A veces están agitadas esculcando entre sus plumas o rompiendo cáscaras, y a veces están quietas, mirándote.
Cuando llegaste, Angélica estaba junto a la ventana. El aire era denso, caluroso. Daba la impresión de que no hubiera electricidad. Algunas virutas de polvo flotaban, olía a aceite de cocina. Las porcelanas habían sido cubiertas con encaje. En lugar de la red de la noche anterior, Angélica usaba una peluca con puntas arriba y mechones hasta las orejas. Llevaba un traje sastre curuba y un abrigo café, largo y peludo, que te hizo creer que estaba siendo devorada. Te dio pudor confesar que habías pasado la mañana viendo guacamayas. Tampoco le dijiste que una se abanicaba en el alfeizar de la ventana, detrás suyo. Te miró con piedad. Estiró una mano hacia ti. Diste un paso atrás, ella avanzó y tocó tu mejilla. No te moviste hasta que te soltó con brusquedad. Vámonos, dijo.
Dijo: Muchacha, hija, la maleta. ¿O piensa que va a dormir otra noche acá? Angélica caminaba deprisa, con el andar de un marinero, la espalda encorvada y las piernas corvas también. Tú ibas atrás, arrastrando la maleta con ambas manos. Sentías gotas de sudor frío en la nuca. Te hubiera gustado quitarte el abrigo, pero si disminuías la marcha, Angélica habría continuado sin volver la vista. El sonido de sus zapatos te guiaba. Los collares, las pulseras respondían al tintinar como si toda ella fuera un sonajero. Pronto las guacamayas empezaron a volar sobre tu cabeza. Pasaban de largo en línea recta y se dirigían hacia arriba a posarse en la corona de los edificios. Era una ciudad hermosa, lo intuiste, aunque no podías parar a observarla. Angélica cruzó una calle y tú te quedaste del otro lado, los carros de por medio. Seguías el sonido de sus zapatos, de sus collares y pulseras. Luego se perdió. Soltaste la maleta, corrías entre el tráfico, entre la gente con abrigos, guantes y gorros. Corrías, sin atreverte a gritar su nombre, hasta sentir dolor en las espinillas. Un dolor de cristales rotos que trepó al pecho. Apoyaste las manos en las rodillas para respirar. Alguien te habló y corriste de nuevo. Eras capaz de nombrar todas las cosas a tu alrededor, un árbol, una plaza, una silla, y aun así no las reconocías. Sus contornos se ampliaban y encogían y se convertían en algo falso.
Las pulseras de Angélica repicaron.
Volvieron a buscar la maleta. Angélica espantó a un hombre que intentaba abrirla. Era un hombre alto que olía mal. Cargaron la maleta entre las dos y sentiste culpa por no haber sido más audaz. Pensaste en la vida antes, apenas salías de casa para visitar al abuelo en el pueblo. Mirabas al suelo, estabas avergonzada. Entraron a un edificio. El asfalto de la calle cambió a una baldosa de cuadros azul y naranja. Te animaste a alzar los ojos. Todo parecía tallado, un brillo dorado subía de las paredes al techo. Angélica entró al ascensor y marcó el número treinta. Las puertas se abrieron con un remezón que te hizo saltar. Pasaron a una sala con ventanales. No había árboles del otro lado, sólo nubes. De éste, una piscina.
La piscina es tu casa desde hace un mes. A la piscina van mujeres viejas a nadar. Llegan temprano, cuando el sol no despunta y se van al atardecer. Aparecen en la sombra con trajes de baño color pastel de una pieza y gorro bordado. Te buscan para que les des toallas. Te hacen preguntas. Dicen: Nosotras somos pobres, pero antes éste era un club elegante. El esmalte de las baldosas se ha borrado, los helechos lucen marchitos, las columnas ferrosas por el contacto con el cloro, la lámpara de techo perdió bombillos. Por la noche, te sientas en el borde de la piscina mientras las guacamayas vuelan a ras del agua. Al acostarte, todavía escuchas su aletear. Te acuestas, no duermes. Hace frío en el cuartico, es tan angosto. Has encontrado algo mejor. Estar, sólo estar, con los ojos cerrados, inmóvil como una porcelana.
Las mujeres viejas ya no te hablan. Tampoco hablan entre ellas. Cada una se sumerge en su carril y sale dejando un rastro de burbujas. Van y vienen sin entorpecer el ritmo, pequeñas esferas color pastel. En silencio se toman de las manos y hacen coreografías. No les gusta que las mires. Si las miras, se sueltan y continúan su nado individual. Cuentas las toallas, las doblas y apilas. Después, una a una, las arrojas para formar una montaña.
La escarcha se fija en los ventanales. Abajo está la ciudad, una hilera lejana de ruidos y luces. No hay nada en ella que te pertenezca. Ni siquiera el frío es tuyo, un frío prestado que suprime el movimiento. Te imaginas tomando el ascensor, cruzando las paredes de brillos dorados, la calle, haciendo propios los olores, viviendo como los otros, pero incluso eso te da vértigo y de inmediato sientes que flotas, cierras los ojos y flotas. Sales sólo cuando Angélica te pide que lleves cosas a su apartamento, la única ruta que conoces. Tomas el metro cargada de copas, cucharas, servilleteros y jaboneras. Angélica desocupa la piscina de a poco, aunque las mujeres viejas apenas lo notan. Dijo: No sé por qué me aferro a esta piscina de mierda. Estaba en el sillón donde pasaste la primera noche. Lucía como una calavera venerable con dos guacamayas gemelas custodiándola. Se había quitado la peluca, un horrible montón de pelo olvidado en el piso. Dejaste las cosas sobre las cajas y cuando salías repitió: Los mismos ojos de Campos. Te mostró una foto en la pared, la imagen de una fiesta. Hombres y mujeres iluminados, riendo, algunos en la piscina. Viste los helechos, las fuentes, la lámpara. Inclinado, el abuelo servía a un grupo sentado a una mesa. Angélica dijo, sospechaste que le daba igual que la escucharas: Campos solía ser un buen hombre. Un hombre se mide por su discreción y él sabía cuándo voltear la vista para otro lado. Entendía que la celebración terminaba. Guardaba las botellas y salía sin hacer ruido para que los señores discutieran. ¿Comprende, muchacha? Allí estaba el poder, se decidían rumbos. Él supo lo que pasaría en este país antes que cualquiera.
Levántate.
Levántate, el abuelo murió.
Al final de la tarde, luego de guardar los pollos en el corral, el abuelo cantaba. La casa estallaba con su voz y él parecía otro, súbitamente importante y feroz.
Estás flotando. No cierres los ojos. Las guacamayas vuelan de aquí para allá haciendo lío. Pronto llegarán las mujeres viejas. Debes irte o pedirán toallas, te rodearán hasta que las obtengan y perderás el avión. Sólo es el camino de vuelta. Cuando llegues al pueblo irás a la casa del abuelo. Quizá intentes escribirle a Angélica. No has estado del todo mal acá, tienes a las guacamayas. Flotas. Basta, levántate. Estarás pocos días, regresarás. Esta vez sí vas a conocer la ciudad, sin esconderte. Es el entierro del abuelo. Levántate. No cierres los ojos, si los cierras, ya no te levantarás.

SOBRE LA AUTORA
Lina Vargas
COLOMBIA
Literatura y periodismo, un binomio que ha dado auténticas obras maestras y genios inimitables. Esta colombiana (Bogotá, 1985) es una lectora impenitente que apuesta por la novela como escondite favorito.