Siempre quise hacer viajes largos. Muchas veces tuve esa ilusión: instalarme por dos o tres meses en una ciudad, fagocitarla de un modo casi perezoso, volverme habitué de un bar, empezar a entender la velocidad con la que la gente se mueve por las calles. Pero nunca pude concretarla, o acaso no tuve nunca el coraje para hacerlo, porque el turismo es un apostolado que exige tomar decisiones fulminantes; es una ciudad u otra; es un museo o una plaza: siempre estamos en proceso de perder algo cuando viajamos. Si tuviera que escribir un libro de viajes basados en mi experiencia, le pondría de título Viajes relámpago, porque siento que así es como me he movido hasta ahora: apuntalado por una cierta urgencia, corrido por quién sabe qué axioma social que dice que hay que ver todo y que hay que verlo rápido. Es un modo demencial y agotador de viajar y, sin embargo, es prácticamente el único que conozco.
El viaje largo está anclado, por lo pronto, en una serie de mitos culturales. No hablemos de los pintores viajeros que vinieron a retratar las estepas americanas ni de los escritores que registraban en sus cuadernos de notas los vaivenes de las grandes expediciones, al modo de Pigafetta, sino de hombres y mujeres que, sencillamente, han viajado mucho y largo. Un caso muy raro es el del escritor francés Raymond Roussel, que hizo su famoso “viaje inmóvil”: atravesó Europa durante más de un año en una casa rodante con las cortinas cerradas. No le interesaba ver el mundo; quería, apenas, sentir en el cuerpo que algo se estaba moviendo. La travesía por Estados Unidos, de costa a costa, es otra figura mitificada por la adrenalina que suscita la idea de no tener pasaje de vuelta. Lanzarse a la ruta es activar la máquina de relatos; Jack Kerouac escribiendo On the Road en un rollo largo, que nunca se interrumpe, representa el punto más material de ese maridaje entre rutas y relatos, entre movimiento y experiencia. Es como el viaje por Latinoamérica, de un par de meses, que tiene todos los elementos del rito de iniciación: los que lo acometen vuelven transformados. Si los soldados en la primera guerra mundial volvían mudos del frente de batalla, como nos enseñó Walter Benjamin, los que han incurrido en el viaje largo vuelven en cambio pletóricos de lenguaje, llenos de narración.
Pero la escapada corta tiene, sin embargo, su atendible tradición. Pienso ahora en el libro Páginas coloniales del chileno Rafael Gumucio, una colección de crónicas de viajes cortos. Gumucio, quizá en un gesto para justificar su propio libro, pondera las virtudes del viaje corto por sobre el prolongado: “Ocurre con los países. Hundirse en ellos no ayuda más a comprenderlos que visitarlos de prisa, soñarlos de lejos y sólo pisar su suelo para confirmar prejuicios. Los prejuicios suelen encontrar siempre confirmación: en Francia la gente come baguettes y conversa largamente sobre vino y queso, los españoles comen paella y van a los toros, y en Latinoamérica hay guerrilleros y narcotraficantes y políticos corruptos por doquier”. La tesis central que Gumucio sostiene es que no se aprende más de un lugar estando ahí cinco años que cinco días. ¿Cuánto tiempo hay que estar en un lugar para conocerlo bien, para poder escribirlo? Me hice muchas veces esa pregunta y no la puedo contestar. En general, cuando viajamos tenemos la inclinación a sacar conclusiones apuradas y definitivas. Llegamos a una ciudad extranjera, observamos un comportamiento aislado y lo convertimos inmediatamente en un patrón general, con su consiguiente sentencia: “¡En San Francisco todos toman café en el subte!”. Después volvemos a nuestra casa y repetimos ese estribillo como si se tratara de una verdad revelada, sabiendo que haber estado ahí nos confiere una autoridad indestructible para disertar sobre ese territorio, una especie de inmunidad. Quizá, como dice Gumucio, si pasamos muchas semanas en un lugar perderemos irremediablemente esa primera impresión, hecha de datos falsos y epifanías delirantes y por eso llena de gloria.
Hace unos años crucé Europa de vacaciones y aproveché una parada en Madrid para entrevistar al escritor cubano Antonio José Ponte. Estaba haciendo un libro de entrevistas con escritores y encontraba cualquier excusa para grabar un rato de conversación. Reviso ahora la correspondencia previa a aquel encuentro y veo que le expliqué en detalle cuál era mi itinerario de esos días, un recorrido que me agota incluso ahora cuando lo leo, cómodamente sentado en mi silla de escritorio. El viaje incluía un vuelo o un tren cada cuatro o cinco días; algo así como siete ciudades en menos de un mes, una locura. Alguien me dijo una vez que los viajes así se hacen para después recordarlos, pero que en el momento es todo más bien tortuoso, y algo de razón tiene. La respuesta de Ponte al convite fue positiva e incluía una frase bellísima: “Nos vemos el 31 de enero, el día madrileño de tu Grand Tour”. El “Grand Tour” fue un viaje que hacían los jóvenes de la aristocracia inglesa, sobre todo por Italia, hace más de tres siglos, para encontrar las raíces de la civilización occidental, embriagarse con el arte del Renacimiento, alcanzar la epifanía y convertirse en el eslabón ilustrado hacia el futuro. En los diarios de Goethe se lee cómo disfruta el sol de Italia. No solamente por el calor, al que no está acostumbrado, sino por la cualidad distinta de la luz meridional y sus efectos sobre las cosas físicas. ¿Hacían turismo, acaso?
Un joven alemán, aspirante a filósofo, que se pasa tres meses en la Toscana relevando el acervo artístico de la zona, tomando vino del mejor y cultivando el espíritu, ¿es muy distinto del japonés que recorre hoy el Louvre a velocidad crucero y saca fotos con la determinación de un francotirador de elite? Puestos a elegir, todos optaríamos por la vida del filósofo alemán, que se nos antoja más pura y desinteresada, en apariencia menos capitalista. Pero viajeros de antaño y turistas de hoy quizás se parezcan más de lo que queremos creer. Es posible que haya cambiado más el mundo que la manera de ver el mundo. Una de las comprobaciones más frustrantes del turista de hoy es que todas las ciudades importantes de Occidente se parecen cada vez más: el proceso de “gentrificación” es brutal y en todos lados están el exbarrio obrero que ahora es un precioso paseo para parejas jóvenes con barcitos de colores, tiendas de libretas Moleskine, tres o cuatro locales de diseñadores independientes, ateliers, una galería de arte y un cubículo apretado donde venden vinilos, gafas y bolsos. Sin embargo, he observado en mi modesta experiencia que el verdadero elemento globalizado, eso que es igual en todas las ciudades del mundo, son los supermercados chinos. No sólo la decoración o el modo en que disponen los productos se parece sino, sobre todo, la relación al mismo tiempo imposible y desprejuiciada que tienen con la lengua del lugar en el que se han instalado.
De los sacrificios que exige el turismo, uno de los más notorios es la anulación casi total de lectura durante los viajes. Por supuesto que si vamos quince días a la playa o a una casa en la montaña, lo único que se puede hacer es leer, pero cuando pienso en turismo hablo de viajes en avión y de giras agotadoras por urbes inmensas. ¿Cuántos libros hay que llevar para ese tipo de travesías? Después de errar tantas veces en este sencillo cálculo, he llegado a la conclusión de que tres libros de tamaño mediano es el número exacto que tolera este tipo de excursión. Cargo entonces tres libros, con una meticulosidad casi obscena (dado que son sólo tres, tardo días en elegirlos) y finalmente no termino de leer ni uno. El día es largo y se camina mucho y de noche el cerebro ya no puede procesar más información. En el avión, prefiero las películas. La ecuación ha arrojado sus cómputos: cero libros leídos. Quizá el viaje nos convierta a todos en Dahlmann, el personaje de “El Sur”, de Borges, que se sube a un tren para cruzar el país y se lleva para el camino un tomo de Las mil y una noches: “A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir”.
Decía al principio que siempre quise hacer viajes largos pero en realidad lo que estaba queriendo decir, pienso ahora, es que siempre quise vivir en otro país. De hecho, cuando estoy en algún lado hago indefectiblemente ese ejercicio: pensar cómo sería mi vida si viviera ahí. Pienso cómo hubiera sido nacer en ese lugar y pienso también cómo sería todo si me instalara ahí ahora. Esos devaneos me producen una cierta ensoñación y así van pasando los días.

SOBRE EL AUTOR
Mauro Libertella
ARGENTINA
Este mexicano de certificado de nacimiento (Ciudad de México, 1983) pero argentino de trayectoria vital (ha residido toda la vida en Buenos aires) reconoce múltiples fuentes que pincelan sus creaciones. Pero son focos van mucho más allá de la literatura, de la palabra escrita.