Los dos sentados en una sala de aeropuerto. Es una sala pequeña de un aeropuerto pequeño. Quince butacas. Miramos a través del cristal la maniobra de una avioneta que aterriza. Anunciaron lluvia en Vieques, pero igual estamos acá, sentados uno al lado del otro. No hablamos. La avioneta ya ha hecho lo más difícil. Da un leve giro, aguanta el paso y se queda quieta. Varios pasajeros descienden; son ocho, quizá nueve. Ninguno olvida su equipaje. Se los ve felices y hay sol. El sol también nos quema a nosotros.
Ella se hace una visera con la mano y algunos mechones de su cabello se iluminan, se tornan cobrizos. Yo tengo unas gafas grandes. Ella come unos bizcochitos orgánicos, sin harina, y me ofrece. Saben horribles, pero guardo silencio.
En el trayecto escuchábamos a los Babasónicos. Un buen disco que le tomé prestado a mi hermano. Ella guiaba a toda velocidad, el viento soplaba fuerte. Bailaba y me jaloneaba, tiraba de mi ropa para que la acompañara. Dejábamos atrás muchas cosas, era el inicio de un futuro que podía terminar incluyéndonos. Por el retrovisor, los cables eléctricos pasaban. Las nubes se movían altas, lentísimas. Ella rebasaba luces rojas y yo la dejaba. Por suerte no hubo policías que evadir.
Recuerdo cuando huimos de una patrulla y casi nos matamos. Yo iba guiando. Fue la primera vez que nos acostamos. Éramos más jóvenes y a la noche terminamos borrachos, compartiendo con un par de amigos nuestra hazaña. Fumamos pasto. Estábamos idiotizados y alegres. Me quedé en casa de sus padres y pronto amaneció. Dos años. A partir de entonces estuvimos juntos dos años. Un día todo terminó. Esta vez nadie nos perseguía, no había nada por que huir.
Llevábamos mucho planeando este viaje. Llevábamos mucho inventándolo; ella en su ciudad, yo en la mía.
Los pasajeros entran por una puerta amplia y caminan muy cerca nuestro, hacen fila en el registro. Una señora carga a una niña dormida en brazos. La besa en la frente despacio, cuidando no despertarla. Un hombre les saca una foto. La niña no sabe que acaba de volar durante diez minutos, que más tarde nos tocará a nosotros. La madre tampoco sabe que la niña a los trece, a los dieciséis años, no recordará este viaje que acaban de hacer juntas. La madre le hablará del viaje y le mostrará aquella foto. La niña tal vez sonría, con decepción, sin culpa o con un poco de lástima, queriendo tener memoria de este evento, sabiendo que no es capaz. La madre al final morirá y la niña, ya adulta, le mostrará la misma foto a algún novio como una anécdota liviana.
Los dos sentados. Ella en la hilera de atrás, yo una hilera al frente. Nos separan por la distribución de peso. Me quejo con el hombre que nos divide. Si nos estrellamos, nos estrellamos igual, digo. Ella me calma. Es una avioneta pequeña, como un carro espacioso. Estamos volando. Volamos y a mi izquierda hay un señor. Tiene la cabeza gacha, la mirada fija en sus muslos. Compartimos un espacio muy estrecho. Mientras tomamos altura, el piloto ofrece unas instrucciones que no entiendo. A mi derecha otro hombre mira embelesado a través de la ventanilla. Me volteo y ella sonríe. Se me pasa la rabia. Sonríe en cámara lenta, como si en ese gesto contuviera otros. El hombre a mi derecha me anima a que mire por la ventanilla.
Veo el mar, un mar inmenso, demasiado ancho y plateado. El sol crea esas láminas que parecen las escamas de un gran pez y yo pienso que nunca veremos juntos otro mar así. A los diez minutos estamos en tierra. El piloto aterriza la avioneta despacio, no hay ningún sobresalto, y desaparece pronto alejándose, caminando por la pista hasta perderse por un corredor. Esperamos junto a los demás nuestro equipaje. Somos los últimos.
Nos abrazamos.
* * *
Estoy sentado en silencio, anoto garabatos en una libreta. Hay poca luz. A mi derecha están Andrea y Pamela. Vemos con atención el ensayo. Vemos sin movernos, como si así fuera mejor. Diana se destaca sobre el resto de los actores: sus gestos son más veraces. En las partes donde hay movimiento, su cuerpo parece estar integrado al resto de los elementos. La obra trata sobre el mar, personas que le hablan al mar, y ella parece ser la única capaz de comprenderlo. Al final no lo digo ante todos, sólo a ella. Al final no digo muchas cosas, me las ahorro porque todavía no sé expresar muy bien lo que pienso, no puedo sustentarlo, me equivoco, hiero a la gente.
Tengo un cigarrillo en la boca. Afuera del taller está fresco y llueve un poco. Ella se acerca y me habla; le hago chistes y ríe. Es una risa genuina, venida de adentro. Le digo que me parecen muy justas las recomendaciones que dio hace un rato. Coincidimos en que Diana tiene talento y eso afecta al resto. Desnivela mucho la obra. Coincidimos en estar juntos en este momento y en que más tarde iremos a una fiesta. Le pregunto por qué llegó retrasada al ensayo. No me mira. Llego tarde a todas partes, responde. Me saca el cigarrillo de la boca y fuma.
Todavía llueve, enciendo otro cigarrillo.
Yo tengo veinte años y ella veintiuno. Somos jóvenes, pero no lo sabemos. Eso se sabe después, cuando el abdomen ya no es tan plano, cuando se repasan los proyectos incumplidos, cuando se corroboran sin nostalgia todas las cosas que no llegamos a ser.
Caminamos hasta su carro, le doy mi abrigo para que se tape y ella se lo amarra a la cintura. Me pide que la acompañe. Como condición debo guiar yo, dice, y me tira las llaves desde la acera. Accedo y llamo a Diana para que me dé la dirección. Es de noche y la lluvia golpea con más fuerza; es de noche y yo no sé guiar. Intento que no se note, pero se nota, y ella no se alarma, al contrario, pone salsa en el radio, sube el volumen. ¿Compramos cervezas?, pregunto cuando ya he doblado en la gasolinera. También orino y compro más cigarrillos.
En el carro venía callada, tamborileaba sus muslos al ritmo de la música. Le hice preguntas tontas. Ella respondió con otras preguntas. Hablamos de las cosas que queríamos hacer, criticamos con más severidad el ensayo que acabábamos de ver, rescatamos lo rescatable, coincidimos en que había que escapar de esta isla. Al final, ella lo hizo.
El camino es más largo de lo que pensaba. Mis movimientos son torpes: freno de golpe, acelero más de la cuenta. Escucho el sonido de una patrulla, veo las luces rojas y azules, y los nervios hacen que hunda el pedal. Ella insinúa que estoy loco, mira hacia atrás y ríe, sube más el volumen del radio. Richie Ray y Bobby Cruz. Conduzco a toda prisa durante varios minutos, entro en calles que no conozco, rebaso un par de semáforos, un puente, acelero, doblo, vuelvo a acelerar, y la patrulla no se ve, se perdió en algún lugar que no sé o no me interesa precisar. El tablero marca ochenta millas, noventa, ella me toma de la mano, la aprieta fuerte, entramos a una avenida y cruza un perro. Lo esquivo y por poco nos matamos.
Estamos en la casa de Tito. Ella cuenta lo que nos acaba de pasar, lo dramatiza. Todos lo celebran, sobre todo Pamela. Ya están un poco ebrios. Nadie se dio cuenta de nuestro retraso; de todos modos nadie se da cuenta de ciertas ausencias y en el fondo es mejor así. Ella me toma de la mano y me lleva a bailar. Bailamos y me besa, nos besamos. Bebemos y fumamos junto al resto, nos sacan algunas fotos. Son fotos que no llegan a ninguna parte, fotos que nadie imprimirá, que se quedan en una computadora o que alguien borra.
Es tarde, la calle está mojada y el aire parece más pesado. Cuando le van a cantar el cumpleaños a Tito, le pido que nos vayamos. Le entrego las llaves y ella me abraza. Nos quedamos así durante treinta, cuarenta segundos, y yo lo tomo como un premio. Paramos y comemos en un Denny´s. El tipo que nos atiende anota y bosteza. Ordenamos y descubro que es vegetariana, que lleva una dieta estricta por el baile y que no miente cuando dice que se va a Austria a estudiar.
En su casa le pido un vaso con agua. Ella se sirve otro. Me mira, no pestañea mientras bebe. Mis papás no están, dice luego. Algo me roza la pierna y es su perro que me olfatea. Se llama Cuba. Pienso en el perro que no maté y me siento aliviado, y acaricio a Cuba como si fuese el que se cruzó más temprano en la avenida. Cuba se va y yo la beso. Me lleva hasta su cuarto. No hay luz, todavía no hay luz. Soy un cuerpo que se mueve dentro de ella debajo de una sábana. No hay luz. Afuera se oyen algunos pájaros. Más tarde amanece.
* * *
Islas. Eso somos. O ni siquiera eso.
Media tarde. Estamos en un muelle. El ticket para la lancha lo teníamos reservado. De todas formas, nos falta poco para ser los últimos en la fila. En el cielo sobresalen el rojo y un rosado algodón de feria. ¿Viste aquel pelícano?, le pregunto. Ella sonríe sin ganas y bosteza. El pelícano se detiene en la punta de un bote color amarillo. Tengo sueño, dice, antes de apoyar su cabeza en mi hombro. Ahora un pescador mueve el bote hacia la orilla. El pelícano resiste un poco, hasta que se rinde y vuela.
Fue de ella la idea de regresar por mar. Desde Viena así lo quiso. Nos dan la señal de abordaje. Cargo los bultos, y la fila, por fin, se empieza a mover.
En un par de horas todos haremos lo mismo. Dentro de la lancha buscamos un lugar. Hay gente cansada, mujeres, hombres en pantalones cortos, niños, parejas tostadas por el sol. Cada uno llegará a su casa. Habrá quien le cuente a algún familiar cómo lo pasó sabiendo que en el fondo es inútil, que no todo es traducible. Nosotros mismos, por ejemplo. Pienso en qué anécdota contará ella a su regreso, en cómo recordará este viaje a los treinta, a los cincuenta años. O si lo recordará. Viajamos para fundar imágenes, pienso. Viajar es tejerse una colección de recuerdos y espacios que a veces también se desvanecen.
Por suerte nos tocó una hilera de cuatro, pero somos dos. Los asientos son de color marrón. La lancha se mece, no demasiado, apenas lo suficiente para recordarnos que nuestro viaje ha terminado y estamos de regreso.
Es lo mejor, dice de pronto con voz soñolienta.
¿Qué es lo mejor?, pregunto, haciéndome el pendejo.
Ella volverá a Viena, a su novio, a su gato. Comerá en los mismos lugares, perfeccionará su alemán, pasará frío, dará y tomará clases en la universidad, hará el amor, tendrá una rutina. Creerá que ya casi es feliz. Yo llamaré a algún amigo, hablaré con un desconocido o me meteré en el primer cine que encuentre.
Eso, no vernos más. Es lo que estás pensando, ¿no?
¿Estás segura? Todavía te quedan unos días.
Sí, contesta con indiferencia o lástima. Me siento rara. Perdón.
Hace buen tiempo. Coloco sobre mis piernas una toalla, le hago un gesto para que recueste su cabeza. No debería hacerlo, pero lo hago. Al principio se niega. Froto mis manos para espantar el frío. No hace frío. Invento escenarios: su gato hecho fricasé, sus cosas sepultadas por la nieve. Un hombre solo perdido en su ciudad. Cuando voy a levantarme para ver el muelle, a qué distancia estamos de él, ella se acuesta encima de mis muslos. Me siento un poco ridículo. Juego con su pelo largamente, no se me ocurre otra cosa: le hago caracoles que se deshacen y vuelvo a empezar.
Quisiera decirle que está hermosa y distinta, que hemos cambiado. Pero ahora duerme. Y hay algo torvo en todo ello. Debería decirle o preguntarle eso, preguntarle en qué momento dejó de ser ese lugar seguro o país en el que estuve. Imagino el avión que tomará en un par de días. Imagino sus alas. Un avión que desaparece en un cielo negro y sin nubes.
Al frente, un niño se refriega los ojos y mira hacia fuera. Alza su cabeza. Se sube encima del asiento y un hombre a su derecha lo regaña. Él insiste. Mira, papá, mira, le dice al hombre con la cara aplastada contra el vidrio. El mar.

SOBRE EL AUTOR
Christian Ibarra
PUERTO RICO
La literatura es “una mascarilla de oxígeno” para este creador portorriqueño (San Juan, 1987), que se mueve a caballo entre la narrativa y el periodismo. El cuento y la crónica son, respectivamente, sus géneros predilectos, y la música y el baile dos de sus disciplinas “frustradas” por ahora.