Desde las cuatro y media de la tarde, bajo los árboles tupidos de la Plaza de Armas, y entre los libros empolvados y los estands particulares que rodean la manzana, Juan Orlando Pérez espera por Hamlet Hidalgo. Ha llegado a la cita con media hora de antelación. Lleva un pantalón claro de mezclilla, zapatos deportivos, un pulóver blanco y su mochila negra colgada de un solo hombro. Se entretiene recorriendo los puntos de venta y luego toma asiento en uno de los bancos que hacen esquina y desde el cual se divisa una parte de la bahía. Las calles estrechas y adoquinadas de La Habana Vieja siempre le han provocado una extraña sensación de nostalgia, incluso cuando era joven, vivía en Cuba y tenía, como se dice, la vida por delante, aunque hay veces que la vida no está por delante, sino por el costado, y en ocasiones, cuando te asesta un mazazo terrible, la vida avanza por detrás, con la capucha de un monje medieval encima y con las armas de un psicópata en la mano. Juan Orlando es muy blanco. Es alto y narizón y se ha quedado calvo. No sabemos por qué suda tanto. No sabemos si suda tanto porque los últimos años en Europa lo han vuelto un inglés hormonal o si en la ciudad hace más calor que de costumbre o si siempre ha sudado tan a chorros. Sabemos que sus modales son impecables. Sabemos que antes de marcharse a Londres ya sus modales eran impecables y que muy probablemente esa falta de presteza de los cubanos haya sido la razón principal que llevó a que Juan Orlando Pérez rentara un apartamento en la zona del Southgate y se quedara definitivamente en aquel país frío y legendario. Ha decidido regresar este verano porque Inglaterra se ha vuelto un hervidero. Revueltas en las calles, amotinamientos, autos incendiados. Aun así, las zonas céntricas de Londres no se detienen, siguen igual. No le queda familia en Cuba. Sus padres fallecieron, no tuvo hermanos, tampoco hijos. Camina hacia el centro de la plaza. Desde ahí domina la bocacalle de O’Reilly. Cuando Hamlet Hidalgo aparece, ya sabe que es él. Nunca lo ha visto, pero esos cabellos sucios y esa barba rala y deformada se adaptan a la voz y a la actitud del muchacho con el que veinticuatro horas antes estuvo conversando. Al fin nos conocemos, dice Juan Orlando cuando Hamlet se acerca (pues por alguna razón Hamlet también sabe que Juan Orlando es Juan Orlando) y ambos se abrazan o hacen como que se abrazan. Hamlet lo mira asombrado. Lo mira durante un par de minutos que pesan como horas. Bueno, y qué, ¿nos sentamos en algún lado? Sí, sí, donde digas. Juan Orlando no dice nada; sencillamente salen caminando como si no les hiciera falta un sitio, aunque más bien como si la primera cafetería que salte a la vista les parezca la idónea.
A los cinco minutos llegan al hotel Las Ruinas y ocupan una mesa de cuatro en el portal. Juan Orlando pide una malteada y le pregunta a Hamlet qué va a tomar. Hamlet le dice que no tiene dinero. Juan Orlando sonríe. Yo pago, muchacho, descuida. Otra malteada entonces, por favor. Un mendigo se acerca. Hamlet no los soporta. Nunca le ha dado a ninguno ni un centavo y no cree que vaya a dárselo alguna vez. Es más, le gusta despreciarlos, le gusta echarlos a un lado y decirles que se pongan a trabajar, que él sabe que pueden trabajar, aun cuando hay muchos pordioseros dispersos por La Habana que evidentemente no pueden trabajar ni en las labores más elementales porque les falta un brazo o un pie y hay a quienes incluso les faltan los dos brazos y un pie o ya, de plano, todos los miembros. Algunos son veteranos de Angola o se hacen pasar por veteranos de Angola. Puede que hayan sufrido el accidente en alguna pesquería o en algún suceso casero, pero siempre es mejor ser un veterano de guerra que víctima del azar. Juan Orlando, sin embargo, le regala unos menudos al mendigo, acto que a Hamlet no deja de causarle sorpresa. Hamlet hubiera querido las monedas para él. Sirven las malteadas y el muchacho se queda mirando cómo la espuma baja y el líquido sube y cómo ese contraste tan perfecto poco a poco se va perdiendo ante su vista. Recomiéndame algo, le propone de golpe. ¿Algo de qué? Una puesta, una película, algún autor cubano que leer. Ángel Escobar, dice Hamlet. No, Ángel Escobar ya lo he leído. Otro, recomiéndame otro. ¿No le gusta Ángel Escobar? Sí, me parece magnífico Escobar, pero háblame de otro. No, no conozco a más nadie. ¿No te viene otro escritor a la mente? No es que no me venga, no conozco a ningún otro, no me va a venir ningún otro escritor cubano a la cabeza porque no lo conozco. Sólo conversemos, muchacho, como por teléfono, no es tan difícil. Hablemos de Escobar entonces, me encantaría hablar con usted de Escobar, o de nosotros, me encantaría hablar de Cementerios, esa crónica que escribió hace unos años, pero no de los escritores cubanos, por favor. ¿Te desagradan los escritores cubanos? Como norma, sí. ¿Y quién se escapa de la norma? Escobar, por ejemplo. ¿Usted sabe que Escobar está vivo?, pregunta Hamlet. No, yo tengo entendido que se suicidó. No, no se suicidó, yo lo conozco. ¿De dónde? De aquí, de La Habana, todas las semanas lo visito. ¿Y qué hace? Es librero. Juan Orlando lo desmiente. Sí, es librero, en Calzada y K. No conozco esa librería. Quizás no existía cuando usted vivía aquí, no sabría decirle, yo llevo cuatro años en La Habana, no más. Pero el Escobar que yo conozco se lanzó de una ventana. Bueno, no sé cuál es el Escobar que usted conoce, pero Ángel Escobar, negro poeta de grandes mostachos y alrededor de cincuenta años, es librero en Calzada y K y yo lo visito asiduamente. En Calzada y K queda la beca. Exacto, frente a la beca vive Escobar. Juan Orlando se acomoda la mochila entre las piernas y se seca el sudor de la frente con un pañuelo que ha sacado del bolsillo. El calor es terrible, se queja. ¿En Londres hace calor? No, calor no, pero tampoco hay aire, el aire no corre. Hay una plaga inextinguible de turistas. Hay turistas colgando de cada farol de Westminster, de cada árbol de Hyde Park. La BBC de fondo, dando malas noticias. Eso es lo que hay en Londres, pero no calor y mucho menos aire. Si no hay una cosa, no hace falta la otra, dice Hamlet. Visto así, quizás. ¿Quieres otra malteada? No, quiero que nos vayamos, que caminemos un rato.
A Juan Orlando le parece que, a pesar de todo, conoce a Hamlet desde hace un par de años o por lo menos desde hace unos meses y que durante todo ese tiempo la relación de ambos ha sido inmejorable. Aunque ésta posiblemente sea la última conversación que tengan (Juan Orlando no espera encontrárselo más), y en ella no han logrado decir lo que vinieron a decirse (pero qué diablos vinieron a decirse), a Juan Orlando le agrada el rumbo que han tomado las cosas. Atraviesan varias calles aún más estrechas que O’Reilly y a la tercera cuadra ninguno de los dos sabe dónde se encuentran. Los balcones parecen a punto de caerse, agotados por la suspensión. Los balcones de La Habana amenazan y amenazan pero nunca se vienen abajo, y cuando esporádicamente alguno se derrumba, no lleva nadie encima. Lo más que uno puede hacer con un balcón de La Habana, dice finalmente Juan Orlando, es hacer lo que hizo Escobar, lanzarse, aunque tú sigas intentando convencerme de que el hombre es librero y lo conoces. Sentémonos en aquel portal, dice Hamlet. No, aquí mismo, sentémonos en la acera, muchacho. Juan Orlando, mientras abre la mochila, va diciéndole a Hamlet que le trajo un regalo. Bueno, dice Hamlet, en verdad hay otro escritor cubano que me agrada, pero sólo he leído un cuento, y no creo que sea poeta. ¿Y cuál es? No sé su nombre, no sé nada, si lo encuentro se lo haré saber. Juan Orlando saca dos libros. En principio ha pensado regalarle uno solo, pero se desprende también de la novela que compró hace unas horas. Hamlet le agradece y Juan Orlando le pregunta si los ha leído. Hamlet le dice que parte y parte, que ha leído a Yeats, el romántico inglés, pero que no conoce esa novela: Desgracia. La portada, sin embargo, le agrada. Un perro flaco, con las costillas afuera y las orejas levantadas, que mira hacia el camino. En la portada no se discierne la aridez del lugar, pero es algo que por la actitud del perro, y por el título de la novela, a las primeras de cambio se deduce. Hamlet le pregunta a Juan Orlando y éste le dice que ha leído a Yeats, el romántico inglés, y que ha leído Desgracia, pero no en español, y que lo asombró verla publicada en Cuba. También le dice que Coetzee es uno de los autores contemporáneos más reconocidos, pero Hamlet, evidentemente, no sabe nada de autores contemporáneos. De qué va la novela. De un profesor. De un profesor de literatura, fanático de Byron, que se acuesta con una muchacha estúpida, y de cómo esa aventura le cuesta el puesto en la universidad. Luego se muda con su hija, una lesbiana campesina, a las afueras de Sudáfrica, y debe haber sido allí, por las zonas aledañas a la casa de la hija, donde fotografiaron al perro de la portada. Eso me recuerda una historia, dice Hamlet. Juan Orlando hace un gesto. El gesto de que no importa nada más en el mundo y de que en ese instante sólo le despierta interés lo que Hamlet pueda contarle. Hay un cubano, un cubano bastante joven, de unos veinte o veintiún años, que se dedica al ocio porque no le queda otra opción y que en un momento dado no sabe si marcharse o quedarse en el país. El joven vive con una extranjera y la extranjera, cuando las cosas en Cuba se le han puesto bocarriba, cuando la policía o un grupo de maleantes o el fantasma de su país la persigue sin tregua, le propone salir por México, no por los Estados Unidos, y rehacer una vida juntos. La extranjera es unos veinte años mayor que el joven y cabe la posibilidad de que ya se hayan acostado. Por tanto, su latente apetito sexual, además de la policía o la banda de maleantes o su país de origen, puede ser el catalizador de peso para que la extranjera quiera llevarse al joven. Incluso cabe la posibilidad de que no se hayan acostado, pero el simple hecho de que en otro país, azorado, el joven decida acostarse con ella, hace que la extranjera no lo piense dos veces y salde las cuentas pendientes y se largue a un viaje del cual no tiene la más mínima garantía de éxito.
Ya en el D.F., unos amigos la recogen, pero al joven cubano los amigos de la extranjera no le dan buena pinta. Ninguno es mexicano, son argentinos o uruguayos o paraguayos que la extranjera conoció quién sabe hace cuántos años. En sus conversaciones, el joven cubano no tiene cabida. Sale, pues, a caminar, pero el D.F. es inmenso. Quince o veinte veces más grande que La Habana. Treinta o cuarenta veces más implacable y demoledor que La Habana. Cincuenta o sesenta veces más recóndito y siniestro que La Habana, a pesar de su tráfico, a pesar del ruido, a pesar de las avenidas populosas, a pesar de la cantidad de inmigrantes que circulan a diario por los centros de la ciudad. Pero el D.F. también cuenta con zonas periféricas y es en una de esas zonas donde viven los amigos de la extranjera y es, por ende, en una de esas zonas donde el joven cubano se pierde y no aparece. Aquí la historia se divide en dos, aunque finalmente desemboca en el mismo sitio. Si no en el mismo sitio, por lo menos en el mismo país. La primera versión dice que casi a punto de desfallecer la extranjera entra a una tienda de bisuterías y allí, en un rincón, mirando algunos collares o algunas prendas folclóricas, encuentra al joven cubano. Éste se alegra al reconocerla pero no lo exterioriza demasiado. Llegan a la casa de los amigos sudamericanos. En la casa no hay nadie, los amigos han salido. El joven cubano aprovecha un arranque de estima y le dice a la extranjera que se ha hartado, no lo dice exactamente con esas palabras, porque el joven cubano siente que le debe mucho y él es, por sobre todas las cosas, un muchacho agradecido, pero es eso a la larga, que se ha cansado y que necesita saber, lo que el joven cubano le insinúa. La extranjera le dice que se siente y empieza a contarle y transcurren cerca de treinta minutos de charla o más bien de monólogo y al cabo el joven le aclara que no le interesa nada, que sólo quiere saber cuál fue la causa por la que salieron de Cuba así, tan intempestivamente. La extranjera evade la pregunta pero el muchacho le insiste. Es algo que no depende de mí. Es un secreto de varias gentes y no te lo puedo decir. Cualquier cosa menos eso, dice la extranjera. El joven le pide entonces que le resuelva un pasaje a los Estados Unidos, su padre vive en Miami y pretende localizarlo. La extranjera mira la cara del joven y entiende que nunca van a acostarse y que no debió haberlo traído y que es mejor dejarlo ir y le dice que sí, que le resolverá un pasaje directo a Miami, pero que allí no podrá hacerse fotógrafo, tal como ansía, sino que terminará de camionero o taxista, y el joven cubano le responde que ya no le interesa la fotografía, sólo quiere irse a Miami y poco le importa lo que tenga que hacer. Esos tres días en las calles periféricas del D.F. evidentemente lo han golpeado. La extranjera le pide un segundo. Marca un teléfono, se echa un abrigo por encima de los hombros y sale a la ciudad. Demora un par de horas. El joven cubano cree que no va a regresar. Ni ella ni sus amigos sudamericanos. Pero cuando regresa, trae todo resuelto. En dos días, el joven volará a Miami. La relación entre ambos, a última hora, pudiéramos decir que progresa. No ostensiblemente, pero sí se liman algunas asperezas. Es decir, el roce es nulo, los reproches son nulos, lo que no es nulo es la nostalgia, porque incluso a las peores condiciones, o a vivir dentro de los más indescifrables enigmas, uno se acostumbra. Cuando el joven llega a Miami se presenta a las autoridades e ipso facto lo ayudan. Su padre no aparece en ningún registro, en ninguna dirección, sin embargo encuentra el número de un amigo y decide marcarle. Primero no le responden pero a la cuarta o quinta vez le contesta una voz. El joven pregunta si es la persona que se imagina. La voz le dice que sí. El joven le cuenta brevemente su situación y la voz le dice que en media hora lo recoge, que le diga dónde se encuentra. El joven pregunta dónde se encuentra, se lo hace saber al amigo y, no en media hora, sino en veinte minutos, el amigo lo recoge. El resto es previsible. La familia del amigo cuenta con un negocio de telecomunicaciones y el joven empieza a trabajar ahí. Limpia oficinas, luego atiende a personas, luego maneja autos y luego, cuando tiene su propia vida, se marcha de la empresa. Durante todo este tiempo el joven ya ha envejecido y no se le puede seguir llamando joven. Ha acumulado arrugas y experiencias y casi ni se acuerda de Cuba ni de la extranjera, pero sí se acuerda, en cambio, de la vez que anduvo perdido por la periferia del D.F. Aunque tampoco es una imagen que le haga perder el sueño. Ahora paga a plazos un apartamento en Opa Locka, con jardín y garaje, y se ha vuelto un fanático de los Heat.
En la segunda versión, la extranjera no localiza a nadie y la noche del tercer día el joven cubano conoce a un salvadoreño que unas horas después parte hacia la frontera. La familia del salvadoreño lo espera en Nuevo Laredo. Allí se reunirán, le pagarán a un traficante antes contactado y éste los cruzará a los Estados Unidos. El joven cubano le pregunta si se puede unir y el salvadoreño le pregunta que con cuánto cuenta. El joven cubano le dice que no tiene dinero pero que cuando lleguen puede trabajar para él y su familia, hasta que pague el pasaje. El salvadoreño, que inexplicablemente es un hombre generoso, le dice que tiene que pensárselo. Si alguien dice que tiene que pensárselo seguramente el final de su pensamiento lo llevará a decir que sí.
Cuando llegan a Nuevo Laredo la revuelta es inmensa. En uno de los puentes de la ciudad amanecieron cuatro hombres colgados. Por la televisión local pasan las imágenes, y mientras se toman un café en una cafetería de esquina, el salvadoreño y el joven cubano sienten las cuatro muertes en carne propia, no tanto por los muertos, sino porque de alguna manera se están reconociendo en aquellos cuerpos guindados, manchados de sangre, ridículamente flotando entre las luces del alumbrado público y entre carteles que guían hacia el aeropuerto Piedras Negras o hacia Monterrey. El joven cubano pregunta si eso no les pasará a ellos y el salvadoreño, que no tiene manera de saberlo, le responde que no, que eso no les pasará y que ya es hora de que se marchen porque el camión con la familia los debe de estar esperando.
Son cerca de las dos de la mañana y todavía no llegan a la frontera. El salvadoreño le ha explicado a su familia cuál fue el trato y la familia, igual de generosa, ha aceptado sin contratiempos. Le han brindado incluso una especie de torta típica de su país, pero el joven cubano se ha adaptado a no comer y se niega con cortesía. La familia le insiste, y sólo por deber prueba un bocado. Luego se recuesta a una de las paredes del camión y logra conciliar el sueño. Hay algo que le hace temer y en el sueño el joven cubano se descubre de esclavo, sodomizado por el salvadoreño y por su larga lista de hermanos y luego tirado a la calle o puesto a vivir en un sótano de Chicago o Los Ángeles, aunque el destino más probable es Nueva York. La voz de los guardias lo despierta. Cuatro o cinco gringos que vociferan y alumbran con linternas. Un par de ellos suben al camión y registran y no encuentran nada. Encima se sienten sus pasos, pero o estos gringos son muy tontos o la especie de cajón o de sótano en el que todos están metidos se hace verdaderamente irreconocible. En última instancia, piensa el joven, si los atraparan él saldría ileso, porque los cubanos pueden entrar y salir de los Estados Unidos cuantas veces les venga en gana. El hecho es que no los atrapan y que el camión sigue su rumbo y que llegan a Texas y que luego del júbilo momentáneo el salvadoreño se acerca y le dice que no pague nada, que ellos lo trajeron como talismán o como sostén y que si no llega a ser por su presencia nunca hubieran cruzado la frontera. Que cuando se lo encontró en las calles del D.F. se dijo que no podía tener tanta suerte y que nunca dudó en llevárselo consigo. El joven cubano se despide de todos y durante las primeras horas no puede dejar de preguntarse a qué clase de religión pertenecen estos indígenas. Luego de algunas vicisitudes sin importancia y de conocer a un mexicano y a un argentino contemporáneos suyos, el joven cubano llega a Nueva York y compulsado por sus nuevos compañeros visita el MOMA. Trabajará de cartero, dice Hamlet, y en su momento de esplendor logrará montar alguna que otra pequeña exposición fotográfica. Aunque yo creo, aclara ya por último, que también se volverá un adicto. Juan Orlando le pregunta que dónde ha leído eso y Hamlet le dice que no lo ha leído en ninguna parte, que la historia habita en su cabeza pero que no llegó a su cabeza a través de la lectura, aunque tampoco sabría decir por cuál vía llegó y cuánto tiempo piensa permanecer. Juan Orlando pregunta entonces por los dos misterios principales. ¿Cuáles son los misterios principales?, dice Hamlet. ¿Por qué la extranjera se fue de Cuba y qué le sucedió al joven cubano en las calles del D.F.? Hamlet le responde que no tiene la menor idea, que quizás la extranjera se fue de Cuba porque traficaba drogas, o porque vendía pequeñas cantidades, pues en Cuba el tráfico no es grande, es decir, movía los kilos de coca o la marihuana que sus amigos sudamericanos le hacían llegar de México y cuando la descubrieron, para no encerrarla, le pidieron que en menos de una semana abandonara el país. Esa puede ser una hipótesis, pero aún no la he confirmado, dice Hamlet. También puede que la extranjera sea agente de la CIA o de alguna otra organización enemiga del gobierno cubano y de ahí el ultimátum. Aunque esto último sí parece más improbable, pues la extranjera fue, en su juventud, militante de izquierda y exiliada de la dictadura de Pinochet. O sea, la extranjera es chilena. Sí, es chilena, dice Hamlet. Igual puede ser agente de la CIA, muchacho, la historia está llena de conversos. Hamlet dice que sí, que la historia está llena de conversos, pero que la chilena no le parece una conversa, sino algo mucho más simple y espeluznante. Una mutilada. Una mutilada que aún mantiene un mínimo de conciencia o de lucidez y que sabe que ya no podrá ir a ninguna parte. Que por eso hace lo que hace y se lleva con ella al joven cubano. Luego Juan Orlando recuerda el segundo enigma y Hamlet le contesta que ahí no alcanza, que él nunca ha estado en las calles del D.F. y que ni siquiera imagina qué pudo haberle pasado al joven cubano mientras anduvo perdido esos tres días. Juan Orlando tantea. Hamlet le dice que la sinopsis de Desgracia le ha recordado esta historia porque al profesor sudafricano lo persigue una muchacha estúpida y al joven cubano una extranjera avejentada. Si el joven cubano hubiera nacido en Ciudad del Cabo, y quien dice Ciudad del Cabo dice Londres, habría terminado de profesor y su drama habría sido el drama del profesor. Hombre de letras que concluye ante un paisaje bucólico porque el recuadro de la vida ya no da más, demasiado estrecho, demasiado prefigurado, incluso para un sujeto ortodoxo como sin duda lo es el profesor fanático de Byron. Qué le queda: el suicidio, el retiro. Sin embargo, dice Hamlet, el joven cubano es sólo un punto intrascendente perdido en la marea. Nunca, por más que camine, llegará a ningún límite, por más que se instale en Nueva York.
A sus espaldas se escurre una música y Juan Orlando invita a Hamlet a seguirla. Entran por un pasillo angosto, de paredes descascaradas, doblan a la derecha y en la tercera casa se detienen. Son tambores, pero no es una rumba. Tomen asiento, les dicen. Preguntan qué es y les responden que un acto de iniciación. Luego alguien trae un plato embarrado de miel al que cada uno de los presentes deberá pasarle la lengua. Hamlet la pasa primero. Juan Orlando, después. Hamlet luce magnífico pero a Juan Orlando el sonido de los tambores lo anestesia. Intenta decir algo, pero no encuentra el modo. Sólo pregunta a cuántas cuadras queda el Capitolio y le dicen a unas cuatro o cinco. Me voy ya, le dice a Hamlet, y el muchacho le responde que se van juntos. Salen de allí y cuando llegan al Capitolio Juan Orlando detiene un taxi. Es narizón y calvo, pero ya no parece tan blanco. Parece un hombre que en lo que le queda de vida no sudará más porque ya lo sudó todo. Un hombre seco hasta el tuétano, desértico. Hamlet lo abraza fuerte. Le devuelven el saludo. Cuando el carro se aleja, Hamlet se percata de que Yeats no es el romántico inglés, que el romántico es Keats. Juan Orlando ya se ha ido. Hamlet corre un poco, pero en vano. Piensa en Keats, piensa en Yeats. Uno inglés, el otro irlandés. Se quiere morir.

SOBRE EL AUTOR
Carlos Manuel Álvarez
CUBA
Los medios de comunicación fueron, son y serán grandes proveedores de plumas literarias. Ese es el caso del cubano Carlos Manuel Álvarez (Matanzas, 1989), periodista licenciado por la Universidad de la Habana y que en su haber ya cuenta con el Premio Iberoamericano de Crónica Nuevas Plumas 2015 y haber fundado una revista: El Estornudo.